Querida Rosaura (Cap I, 4ta parte)



José soportaba los improperios de su suegro con altura; era un hombre muy culto e inteligente. Con el correr de los años, seguramente, podría demostrarle a toda la familia que estaban equivocados porque llegaría a cielo arriba con azotes y sin pecados.
-Al hombre hay que amarlo por sus sentimientos y por su mundo interior, no importa el dinero o el apellido.-decía Isabel frente a las hermanas que pensaban diferente.

En esa iglesia, construida con barro reforzado, moldeada en forma de ladrillo y secada al sol, desprovista de todo hasta del mismo Dios crucificado, Rosaura recibió los primeros sacramentos. Su madrina le regaló un vestido hecho con calados y lazadas, blanco, con una capa de tafetán con trencillas e hilos dorados y le compró también alhajas de oro para que la pequeña luciera ese día. El incensario reavivaba el perfume de las velas que se empolvaban con el furor de la gracia.

Magdalena quería mucho a Isabel y a su futuro esposo pero no realizó fiesta después de la ceremonia porque decía que la casa no estaba en condiciones para realizar agasajos.
-No importa, yo entiendo.-dijo Isabel con un gesto de compasión que irritó a Magdalena que no quería que nadie le tuviera lástima y menos alguien que, obviamente, iba a correr la misma suerte que ella.
Sin embargo, José Shalli e Isabel, los abuelos, llegaron a la granja en un automóvil Nash (1919), con capota negra y cuatro puertas, amplio y ostentoso, con las hijas arrogantes y la pompa de su poderío. Don José vestía saco de casimir color gris, pañuelo de seda a cuadros, botines de becerro y espuelas peruanas; llevaba una pipa en un estuche de pana bordó con sus iniciales bordadas y anillo de oro. Juan los miró, desde lejos, entre los cardos, y supo que la tranquilidad estaba en peligro pues el  hombre de negocios no dejaba de mostrarse molesto y hasta incómodo en la modesta casa. Juan Waner se ofendía muchísimo y hasta llegó a despreciarlo más de una vez pero jamás lo mencionó porque era muy respetuoso. No quería herir a nadie, ésa era su premisa aunque un batallón de energúmenos le pasara por encima. Se quedaba bajo la arboleda como un pájaro amodorrado, con el defecto de ser un hombre sin huellas en un desierto que lo castigaba por la espalda.

-Mira qué ocurrencia… venir…-dijo Magdalena completamente furiosa ante la llegada intempestiva de su refinada familia.
-Hija, felicidades.
-Gracias, pero no tenían que molestarse. Yo…
-Nada. Dile a tu marido que se apure con los negocios que se le viene la noche.-dijo José Shalli con ironía.
-Papá, usted no se preocupe, esto es lo que yo elegí…
-¡Sin mi consentimiento!.
-Bueno, cálmese-dijo Magdalena con un miedo terrible de que Juan escuchara la conversación. Él, detrás de la puerta, ya había oído esas palabras que le provocaron un intenso dolor en el pecho.

Juan se consideraba condenado a la discriminación por un suegro que también había comenzado de la nada; sin embargo, no conservaba un poco de humildad frente a quienes no tenían el mismo talento o capacidad para superarse en corto tiempo. Él se encerraba en ciertos mandatos institucionales, estaba subordinado a pautas establecidas y rígidas que se inclinaban hacia conductas generales. El dinero era el principio y el fin de todo contenido y la vida giraba alrededor del éxito económico. Con esos ejemplos educó a sus hijas que eran su espejo porque no conocían otra forma de relacionarse con los demás; eran exigentes y materialistas, testigos y protagonistas de un presente que no admitía un futuro de carencias. Ellas, en el fondo, lo sabían por eso se rebelaban, por la furia que les ocasionaba no poder ver más allá. Estaban obligadas al triunfo de las ideas que edificaban en falta con la realidad. En el espacio sideral eran solamente minúsculas partículas de suelo estéril.


A Magdalena no le importaba tanto el dinero, pero sí había heredado el carácter de su padre. Estaba consagrada a un marido ausente que remarcaba la pobreza y que no hacía nada para salir de ella y a una hija que amaba mucho, a pesar de que no sabía cómo demostrárselo porque dentro de su alma se libraban demasiadas batallas. El polvo cuarteado y desértico de un territorio lacerado por una naturaleza que tenía la última palabra, le decía que estaba condenada a la muerte de sus sueños.

Juan, después de haber escuchado las palabras de José Shalli, se recluyó en el galpón donde guardaba el tractor viejo de su abuelo y se quedó allí hasta el anochecer. A unos diez metros y como dibujando un patio de tierra pisoteado por las gallinas, que quedaba entre los naranjos y el palenque, había un rancho envuelto en un pajar. En su interior, se hallaba una cama armada con un recado y varias llantas de galeras dispersas a modo de sillares. A menudo, encendía el brasero y recordaba las recomendaciones de Magdalena:
-¡Te vas a morir asfixiado!. La combustión incompleta del carbón forma un gas tóxico.

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