Querida Rosaura (Cap I, 5ta parte)



A Juan lo encontró su hermano Bernardo que venía cortando camino por el medio del campo con cinco perros y una rama que utilizaba para abrir paso entre los sembrados. El hombre era un verdadero baquiano que conocía a la perfección las leguas de llanura, bosques y cultivos. Lo encontró tapado con un poncho.

-A la soja se la están comiendo los bichos.-dijo removiendo la tierra que parecía polvo fino.
-Y bueno…
-No llueve; el año pasado para esta época ya habían caído noventa milímetros.
-Y bueno…-volvió a decir Juan totalmente ausente, sin ganas de hablar de nada.
El aire parecía dormido en esa temporada de sequía que amenazaba a los animales a la postración completa; estaban flacos y desmejorados. El estío venusto gritaba su porfía.
Bernardo no se daba cuenta de los conflictos interiores de su hermano porque él era distinto; le importaban las historias de mujeres pero no tenía con quien abordar esos temas, también le interesaba el campo, guardar el dinero de las cosechas y no gastarlo en nada. Soñaba con las pepitas de oro que algunos conquistadores encontraban en los arenales. Vivía al límite de la indigencia total. Bernardo era de esos campesinos que cuando morían, de viejos y enfermos, dejaban fortunas debajo de los colchones, detrás de los mosaicos, bajo las raíces de algún árbol… Billetes que, obviamente, ya no servían y que nadie los encontraba hasta después de diez o quince años. Era un hombre subterráneo, de huesos amarillos, que actuaba como un juez frente a la presencia de la inseguridad. Parecía saberlo todo debajo de esa figura sellada por la rigidez de sus palabras.

Juan no se parecía mucho a él; sin embargo, había algo que los unía: el amor por la tierra, arañar el surco hasta quedarse rendido, no alejarse jamás de su predio ni para ir de vacaciones. Ese tema no se tocaba en la familia. Tenían que vivir para el campo, revisando papeles y haciendo cálculos de la mañana a la noche, con el lápiz detrás de la oreja intentando buscar el disfrute en un mate y en un buen asado. Ellos flotaban entre las raíces y el lodo, tratando de desmembrar la sabiduría que los devoraba como un monstruo porque sabían manejar los espacios.

Los chacareros no se quejaban porque estaban acostumbrados a una existencia  sin sorpresas, igual cada jornada. Debían esculpir bajo ese semillero de la nada una posición sólida.  Para los demás, eran esclavos de la propiedad a la que le debían respeto y cuidados diarios, sin feriados ni fiestas navideñas. Nadie les simplificaba las cosas y el gobierno los torturaba, desde tiempos inmemoriales, con impuestos que no justificaban las ganancias. Pero igual era inútil rivalizar con ellos porque se aferraban al suelo que los vio nacer, con las garras propias de quien está dispuesto a dar la vida por lo que ama, a morir de hambre por defender el honor y a venerar la sangre de los ancestros.


Magdalena y Juan luchaban de igual manera por un lugar que estaban construyendo con el esfuerzo y la disciplina de ella y con la tranquilidad de él que entendía, en el fondo, el verdadero concepto de una realidad que podía modificarse. Tal vez, no sabía cómo hacerlo y por eso se abandonaba a la desesperanza. Sólo Juan decidía si quería contestar esos interrogantes. Para él, la atmósfera le pedía un luto  cubierto por una estela de humo que lo adormecía, bajo esa hojarasca de los hados, dejando sus sentidos embriagados.


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