Querida Rosaura (Cap II, 2da parte)



Ella se ponía a preparar la cena sin escuchar, como era su costumbre, los reclamos de su esposo que ya no sabía qué hacer con la terquedad de Magdalena. Por momentos pensaba qué los unía en el matrimonio, por otros sentía que nada los separaba. Estaban acostumbrados a estar juntos sin esperar respuestas, con la pálida alegría de las presencias y la seguridad de pisar suelo firme.

“El amor crece con los años y cada uno ejerce la custodia del otro, sin presiones y con todos los riesgos”, pensó Juan con la mirada extraviada entre las matas porque veía que algo se movía… Era Juan José que había construido, en la maleza, una especie de huta para aguardar a las liebres que pasaban por el camino y echarle los perros.

Su padre, al verlo alborotar los pastizales, comenzó a reírse pues le daba gracia la ocurrencia de aquella “cosa” que removía la tierra.
-Que sea feliz-dijo como si en la casa se librara la guerra contra la esclavitud.
Como viento que gira en grandes círculos y a modo de torbellino, se acercaba José Shalli e Isabel. Venían por el camino polvoriento barrido por el fuego de los payadores y por el juramento de los chacareros.  Los abuelos llegaban a desbaratar la paz con una palabra, con todos los esquemas establecidos y una sola identidad.

-¡Están de vuelta!-dijo Magdalena enojada desde la cocina entre las verduras y legumbres, con las manos húmedas y el delantal a medio camino.
Juan escapó por la puerta de atrás porque no soportaba las ínfulas de su suegro que lo hostigaba con sus ojos. Se sentía desnudo cuando esa mirada se posaba en su cuerpo.
-Cuándo voy a llegar a una fonda lujosa.
-Nunca, papá, deje de atormentarme, quiere…
-¿Hay que pagar para estar de huésped?
-Por favor. ¿Qué necesitan?

Rosaura corrió a subirse a la falda de su abuela Isabel como tratando de buscar abrigo en ese cuerpo embriagador. Era bueno tener un refugio con la pureza y la figura agigantada de una madre.
La hornacina ardía con su fuego igual que el corazón de Magdalena que estaba a punto de estallar de ira ante los gestos de su padre. Esa voz entonaba las sílabas de manera brusca y catedrática.
-Vamos a llevar a Rosaura al pueblo para que se alimente bien.
-Esto es el colmo del absurdo. La niña se queda con sus padres. ¡A quién se le puede ocurrir!
-No ves que está temblando -dijo Isabel que sostenía a Rosaura acurrucada en su regazo.
-¡Se queda acá!-gritó Magdalena harta de soportar a su padre y su manera despectiva de tratar a su familia.
Rosaura miraba a Magdalena como quien ve a una santa a punto de ser ultrajada porque la amaba muchísimo. La veía defender su dignidad con el poder de una soberana dueña de sus propias leyes.
-Hola… cómo le va, abuelo-dijo una voz desde la puerta.
Era Juan José que se acercó al dintel con tres palomas y una liebre muerta que arrastraba por las orejas.
-¡Un conejo!-dijo Rosaura.
-Vete para el galpón con esas porquerías y con la tierra que traes…
Entre las herramientas oxidadas, tembloroso y descolocado, Juan José encontró a su padre.
-¿Le tiene miedo al abuelo?-le preguntó el niño.
-No, hijo, es que tenemos diferentes pensamientos. Él es un hombre muy rico.
-Y eso que tiene que ver.
-Bueno, no acepta nuestra manera de vivir.
-No le haga caso, papá. El abuelo José no sabe lo que se pierde…


Juan sonrió con cierta tristeza pues había algo en él que lo retrasaba, como si en vez de avanzar retrocediera en el tiempo. Era un impedimento psicológico que lo sumergía en una cisterna y que le oprimía el pecho, un vacío existencial que lo aquietaba hasta dejarlo inmovilizado. Ni Magdalena que era de carácter fuerte podía estimular su falta de pasión. Es que estaba resignado a una vida en contienda con su propio yo al que sí necesitaba resucitar porque se hallaba medio muerto por los avatares del destino. Juan pensaba que debía hacerle frente a José Shalli porque no tenía razón pero sus palabras y los gritos del anciano lo amedrentaban, entonces huía para no escucharlo hablar necedades. Prefería estar entre los gorgojos y el olvido, quemado con el fuego de su locura, pero jamás ofenderlo.


A Juan, a veces, la arritmia le jugaba una mala pasada. Es que estaba demasiado expuesto, parecía que no le importaba su decadencia económica; sin embargo, el sufrimiento lo llevaba por dentro como un nudo que le oprimía las arterias. No podía ser libre y esa angustiosa situación lo enmudecía con la soledad de la resignación.

Continuará...


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