La casa era muy antigua, de dos
plantas, con un patio florido rodeado de habitaciones altas, ventanas con
enrejados de hierro y cortinas amarillentas tejidas al crochet. Las paredes
pintadas con cal resplandecían delante de una fuente cercada por macetas con
pensamientos y estampillas. En la terraza, alguna vecina colgaba la ropa que
flameaba cual bandera de barco perdida en altamar.
-¡Socorro!-gritó alguien y apareció
una mujer de mediana edad, obesa y autoritaria, que parecía ser la dueña de la
propiedad.
-“La Nueva” hace una semana que
no sale de la pieza. ¿Le habrá pasado algo? ¿Usted que cree?
Socorro no podía pensar en ese
momento porque los inquilinos protestaban, la gente tenía hambre y al guiso de
lentejas todavía le faltaba cocción.
-Mañana veo-contestó sin importarle
la situación.
Arropada sobre una bolsón de campo
y sofocada por el polvo y la locura, Letizia, en el cuarto, permanecía mirando
el techo. Sentía frío y esa soledad que viene desde dentro, por las carencias.
No sabía cómo había llegado hasta ese sitio ni con qué dinero había pagado el
primer mes de alquiler. A diferencia de lo que Manuela creía, su hija estaba
viva pero con la salud quebrantada y con una imagen entre distraída y perversa
que la transformaba en una persona de cuidado; sin embargo, su abrumadora
tristeza la llevaba al abandono total. Ya no se preguntaba qué pasaría en el
futuro; ella era un combatiente que mostraba las cicatrices como galardones. En
la visión incongruente que tenía con la vida, el tiempo era un cadáver al que
le realizarían la autopsia de manera rápida y obligada.
La vecina, de vez en cuando,
asomaba su cara por el vidrio a través de la cortina para mirar a “La Nueva” como la llamaba ella.
-Eh… tú.-solía gritarle molesta al
ver el cuerpo rígido de Letizia y sus ojos absortos observando el techo. Ella
no le contestaba porque no la escuchaba; su mente no hilvanaba frases ni
pensamientos coherentes.
-¡Socorro!, parece muerta, llame a
la policía.
-Déjame en paz y vete a vender las
rifas. No te guardes el dinero porque tu estúpida ignorancia ya la conozco.
Todos gritaban en esa pensión donde
convivían mendigos, huérfanos, solteronas y algún vecino inmigrante; quizá eran
gente que necesitaba que alguien les contagiara un poco de dignidad,
haciéndoles saber que eran seres humanos con nobleza e inteligencia.

Letizia, una mujer rica, había
tenido todo lo que una niña podía desear menos alegría y libertad. Sus pensamientos
se contenían en la oscuridad de los sentidos con las bendiciones de los santos
y la fe absoluta, pero ya no tenía la concepción idealizada de su Dios sino la
figura modélica de una realidad que le decía que no servía para mucho
despertarse y sentarse a esperar. Ella se veía a sí misma como José, su primer
marido, con los ojos nuevos en órbitas viejas, con movimientos torpes en las
piernas rotas, llamando a sus criaturas desde la muerte hacia la locura.
Lo más notable de su falta de
lucidez era la negación que la impulsaba al abandono y al aislamiento, sola,
primitiva, con las ideas quemadas por la ceguera. ¿Qué haría de ahora en más si
Manuela y Julián no la encontraban?
De noche no podía apartar la vista
de las estrellas porque pensaba que su cuerpo se hallaba en los dos sitios. Se
colocaba un sombrero de fieltro de alas anchas y salía al patio como si en él
viera praderas y acantilados; se escuchaban murmullos a lo lejos mientras un
gato negro como su vestido se acercaba para subirse a su falda. Ese animalito
era lo único que la unía al pasado. (fragmento)
SOCORRO VALLE (la dueña de la pensión Los Girasoles)
Socorro era una mujer simple que vivía sin pedirle nada a nadie, autoritaria como ninguna sabía imponer el orden y hacer valer sus derechos. No soportaba a Letizia pero le tenía miedo, era cruel con ella pero luego se arrepentía, quería echarla de la pensión pero algo la detenía: su manera rara de mirar, el gato negro que llevaba en brazos, la locura inminente... Socorro era solamente una extraña; sin embargo, podía llegar a ser muy despiadada.
De---El silencioso GRITO de MANUELA