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Cuentos de Navidad: historias de abuelos

 

  

Bendita noche.

Cuando se encendían las luces se alimentaban historias y eran tan nuestras, tan tuyas, únicas. En algunas, el tiempo de unión se desdibujaba para transformarse en dueño de las decisiones.

El abuelo Toto cenaba, no le importaba cuál era la comida que le servía su hija, y se iba a dormir como las gallinas, a las ocho de la noche. No hablaba de la Navidad ni de nada parecido. No le importaba la fecha ni la recordaba… De niño, su padre para esas épocas lo enviaba a arar la tierra y por eso, tal vez, Toto nunca pudo adaptarse a la risa y a los abrazos festivos. Su mundo interno era más grande y lo abarcaba todo: pasado y presente.

 

Lucas era diferente, muy extrovertido y alegre; cenaba rápido con su pequeña familia y se iba a dormir más rápido aún para levantarse a las doce de la noche. Quería estar descansado para ese sublime momento donde se encontraba con los hermanos y gente amiga del hijo, jóvenes que reían y compartían escenas atemporales: abrazos, sueños, metas… A Lucas le brillaban los ojos y acariciaba su mascota que adoraba como a una hija. Más tarde, salía a ver las luces artificiales hasta altas horas de la madrugada. Ya no pensaba en dormir porque se confundía entre la juventud, reclamando menos años y más vida por delante.

 

 

−¡No quiero que venga nadie! –decía la abuela Lula que tenía varios hijos, nietos y bisnietos. Ella se encerraba en su casa colonial; en esa soledad se sentía acompañada por aquel esposo que había partido y por los ecos de las voces lejanas. Ése era su refugio Navideño. Las risas y la música le traían más soledad a su alma y prefería el silencio de capilla de los muros algodonados y dueños de su felicidad juvenil: años de dicha plena y de disfrute por el campo entre malvones, gatos y tortas de limón.

 

 

La casa se hallaba en silencio.

−¡Qué nadie entre en la cocina! –gritaba el abuelo Ángel.

Él preparaba la comida todo el día; iba y venía entre los cacharros y hasta arrojaba semillas al piso con las que jugaba el gato Tino.

−Tengo sed –decía alguien que intentaba acercarse porque el calor de diciembre abrasaba−. ¡Fuera! –volvía a gritar Ángel.

A la noche, todos sentados a la mesa, se deleitaban con sus platos aderezados con demasiados yuyos y especias como le gustaba al abuelo. Lo aplaudían entre halagos dulzones, le dedicaban miles de palabras y lo obligaban a dar alusivos discursos propios de la fecha. Cuando se sentaba, después del ceremonial, levantaba la copa y cerraba los ojos… ¡Tanto! Que se dormía. Es que había trabajado mucho todo el día para ellos y por ellos. Ángel era muy generoso y solamente le importaba dar felicidad a su familia. Él dormía y despertaba como los gatos contentos.

 


El abuelo Roque, en cambio, se sentaba en la noche a mirar las estrellas que iluminaban la llanura. Humilde y solitario, extrañaba a su esposa y en esa fecha, bajo el manto de las sombras, se comunicaba con ella.

−Cuida a nuestros hijos y nietos que no pude conocer… −parecía escucharla.

Roque se perdía en el horizonte imaginando las luces de todos los árboles de Navidad para traer paz a su alma triste, pero no le alcanzaba… Los tiempos felices se habían agotado en esa tierra bendecida y tenía que aprender a caminar solo, resignado, sin su compañera. Los hijos, dentro de la casa, hablaban y repartían regalos, sin reparar en su ausencia. Ya lo conocían y preferían no molestarlo. En su mundo era dueño de su propia Navidad y eso ya era demasiado. Con todos los perros a sus pies, él parecía una pintura del 1800, grabada a fuego en el recuerdo de su familia.

❤❤❤❤❤

CUENTOS DE NAVIDAD


Cuentos de Navidad II

 


HABLAR CON ELLA...

Aquel hombre se consideraba un extranjero.
Quería volver sobre sus pasos a habitar el país de la infancia, mirarse en ella: los juegos, el estío, los carnavales y las luciérnagas dormidas, la bicicleta naranja regalo de Papá Noel, los primos y el campo; la vida infinita que, desde su edad, se veía como un sendero sin fin.

Él quería regresar al vientre de los sueños. Ese día, más que nunca, lo necesitaba para poder sostenerse…
Recordaba las hebras de luz en las habitaciones cuando las penumbras acercaban los miedos. La vela se encendía milagrosamente entre sus manos, las de ella, para mitigar la angustia, y las voces eran bálsamos que acunaban a niños felices. Traían pan, comida, agua, cruzando la memoria de los días.

Él estaba solo y los luceros, afuera, se encendían como testimonios de un presente que no quería mirar.
−Cada uno vive su propia Navidad –decían muchos.
El hombre lo sabía y no le importaba, pero cuando llegaba la fecha la nostalgia se sentaba a la mesa y traía solamente recuerdos. Entonces, él se volvía egoísta y malhumorado porque no podía superar el vacío.
El silencio que rodeaba su cuerpo era su cruz.
Y se preguntaba:

¿Por qué no puedo hablar contigo, madre, ahora que tengo edad para estar huérfano?
🎄
CUENTOS DE NAVIDAD II

Diciembre...Carta Abierta. Comunicación y Cultura---Juan Botana

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COM
 
Hoy es 1 de diciembre y he tenido esta sorpresa.
Un mes de muchas esperanzas para los argentinos. Ojalá que todo vaya bien.
Necesitábamos respirar, oxígeno...


CARTA ABIERTA
comunicación y cultura.
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Gracias Juan Botana.
Mi cuento "con dignidad" salió publicado en su página "Carta abierta".
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Juan Botana es escritor y licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires.
Es autor de los libros "Recovecos", "Toda la voz de América en mi piel", "Amores truncos" y "Sin ojos que los miren"
Es redactor de contenidos web para el Gobierno de la Ciudad, es el director de la web “Carta abierta”, conductor del programa de radio “Sin ojos que los miren radio” y el organizador del Festival de Poesía. Lo próximo será un libro y un documental de poemas que se llamará “Flores plebeyas” y sueña con hacer otro libro de crónicas y una novela.

💟💟
EL CUENTO

El perfume de tu presencia

 

*Perfume creado en 1892 por Roger et Gallet.




VERA VIOLETTA

Alguien forcejeó en la puerta de comunicación de la sala con el cuarto inmediato; se desprendió bruscamente el pasador y cayó al suelo con un gran estrépito, la puerta se abrió y apareció Eduardo du Champ que se iba a trillar las parvas de lino. Había estado discutiendo con su hijo, se hallaba muy enojado.

Juana, su esposa, se quedó sola; escuchó un ruido y se asustó. Miró pero no vio nada entonces subió al altillo y espió por una turbia ventanilla. El mutismo la enloqueció más. No había gente a su alrededor. No estaba el comprador de lana ni el vendedor de ropa ni los peones.

¿Era el alma de la abuela Melanie que la atormentaba por haber sido siempre tan indiferente?

Juana parecía un ánima envuelta en un cuerpo ajeno. Sentía el perfume de la abuela a la hora de cenar y escuchaba sus palabras. ¿Juana se estaba volviendo loca? Como no tenía otra alternativa hizo entrar al comedor a todos los perros: ovejeros, uno mezcla de dogo y lebrel y algunos chiquitos. La gata Lola dormía entre los guardianes sobre un almohadón de plumas.

Era obvio que las alucinaciones eran fruto de sus temores. Cuando Eduardo regresó vio a los perros en el comedor. Ella huyó a su cuarto; él quiso enojarse pero percibió el Vera Violetta* y quedó paralizado por la emoción…

L.Fraix

------Del libro de cuentos Vera Violetta. Cuentos del día después...


¡Vive tu propia Navidad!

 



Tengo publicados dos libros breves de cuentos de Navidad en Amazon.
Son historias simples y clásicas.
Gracias a todos los lectores que las han descargado y comprado. Me han dado alegrías estos dos pequeños libros.


💧💧💧

¡VIVE TU PROPIA NAVIDAD!

Algunos de mis cuentos de Navidad han sido publicados en el diario (físico) de Uruguay “Hoy Canelones” por gentileza del profesor, escritor y poeta Gerardo Molina. Estos relatos tienen que ver con la vida y los sentimientos, con el amor y el verdadero sentido de la Navidad: vivencias reales, encuentros amorosos de padres e hijos, la solidaridad, la desprotección, el nacimiento…

Grandes valores que debemos atesorar para un futuro, la bondad que triunfa, la perfección del arte y los milagros que suceden a diario.

Un referente: Canción de Navidad, de Charles Dickens.

Criaturas de Dios


 

El cielo raso del cuarto estaba carcomido por los roedores que, dejando entrever sus naricillas horribles, mordisqueaban los costados y producían confusos sonidos.

El tren silbaba a lo lejos…

En la iglesia “Virgen de las Rocas”, el padre Hilario de Alcalá caminaba lentamente con la ambigüedad propia del desamparado. Su cabeza iba a estallarle en cualquier momento ante las sílabas que sólo él podía emitir en la vastedad del recinto.

Recordaba a su ayudante Ludovico Sánchez que se fue de su lado hacía muchos años.

--Ingrato…--murmuró.

Ardiente de presencias, pensó que ya era la hora de dar la misa. Se puso de pie, canoso y abandonado; esperaba el momento de perderse entre las sombras igual que una divinidad y poder entonces participar de la luz de las inteligencias superiores, pero se encontraba en la celda de su monasterio atrapado como una criatura feroz.

Se paró delante del altar de piedra.

--“Beati mortui, qui in domino moriuntur; opera enim illorum sequuntur illos”*--dijo.

Nadie respondió; existía un silencio sepulcral frente a las tres naves sostenidas por grandes pilares de ladrillo vinculados por arcos que sostenían el techo de tejas y madera labrada. Estaban en pésimas condiciones: la imagen de Nuestra Señora de los Milagros; un crucifijo de lapacho policromado y plata (siglo XVIII) y el retrato de Sor María de la Paz y Figueroa “Beata de los ejercicios” realizada por el pintor José Salas.

 

Tras la ventanita, el océano pobre de sonidos le demostraba que no era más que un río maloliente y turbio.

Sonaron las campanas…

--¡Padre nuestro que estás en los cielos…!--predicó el padre Hilario de Alcalá con voz enérgica.

Más tarde, el clérigo tomó su bastón y se fue hacia su cuarto pues se sentía cansado aun en las horas litúrgicas; situación que le demostraba que ya estaba acabado al igual que un hombre sin esperanzas frente a la mirada de la muerte.

Afuera entre los jardines y los perfumes las avenidas estaban casi desiertas. Caminitos de asfalto y escalinatas interminables descendían hasta el agua donde se encontraban los muelles que esperaban alguna embarcación que llegara de las islas. El sol plateaba la superficie mientras que de vez en cuando un Martín Pescador atrapaba una mojarrita. El pueblo “La Trinidad” miraba absorto; entre el temor a lo desconocido y el último ruego sólo le quedaba un susurro: el gemido del padre Hilario de Alcalá.

--¡Ludovico…cuando bajes a la cripta de la iglesia donde guardo un tesoro, verás relicarios valiosísimos que te obsequiaré! ¡Regresa…! --exclamaba el religioso en su desvarío.

Él era uno de los habitantes más viejos del lugar. Creció esperando un llamado: la palabra del Señor. De allí en más adoptó su voz, fervientemente devoto y mago en el difícil arte de sosegar almas.

Así pasaba los años acosado por el miedo de morir de súbito. Raras ideas se agolpaban en su memoria cuando caminaba por las calles en las tardes de estío con sus manos desplomadas a los lados de su cuerpo anguloso.

--¡Qué Dios los guíe! --decía al pasar pero nadie respondía. El párroco resistía y luchaba con héroes ficticios, mientras flotaba en las sedas de su paraíso prometido.

El cielo raso seguía rompiéndose con el sonido de un tiempo tan bizarro como pusilánime. La sangre hervía en la iglesia “Virgen de las Rocas” que no alcanzaba a percibir la soledad que alborotaba su sosiego.

 

 

Las campanas todavía se escuchaban…

Hilario de Alcalá asomó su rostro por la ventana del templo y se refugió en el mutismo, como una fiera dio tumbos en las habitaciones, puso de escudo la oración y se encargó de esculpir cruces en su propio hastío para no fenecer de hambre ante la ausencia.

Vinieron largos inviernos que trajeron consigo el peso de los vientos y azotaron árboles y callejuelas. Los huertos guardaron sus cercos sin lumbre tras la bocanada. Las puertas de aquellas casonas rezongaron cansadas después de la tormenta y quedaron vacías de sueños cuando el frío cubrió los rincones. Murmuraron duendes en los umbrales y se unieron las almas de los enamorados. La atmósfera invadió la congoja como los roedores al cielo raso, todo se hundió en aquel fango indescriptible que sólo conocieron los que vivieron la experiencia de algún deterioro parecido.

El padre Hilario de Alcalá continuó en pie.

--Un día tranquilo en el cielo y gris en la tierra --dijo sentado en la cama con la sotana desgarrada, rodeado de un batallón de harapos.

Cuando rezaba frente a la cruz pedía clemencia, paz para su espíritu, mensajes… Su terquedad dibujaba siluetas en torno a su figura entumecida mientras las telarañas unían con los hilos todos los muebles petrificados. Las estampas de santos vertían sus dones sobre sus mejillas cuando lo dominaba el sueño.

Algunos monjes se paseaban meditando, él quería tocarlos para darles la bendición pero desaparecían al instante.

--¡Para la comunidad cristiana, son los otros los que están fuera del rebaño!--volvió a gritar.

La realidad le mostraba su enmarado círculo, tan patriota como devastado. El suelo histórico conocedor de las almas, las calles, la plaza… y el cielo raso todo roído le decían al padre Hilario de Alcalá que hacía diez años que no existía una vida a su alrededor.

--¡Ludovico!

Salió corriendo como un niño y se perdió en el horizonte.

                                                      

 

*”Benditos los muertos que en el Señor murieron; pues le sobrevivirán sus obras.”

L.Fraix
Del libro: Molinos de viento (cuentos)

Cacería de brujas

 


“Sus terrores crepusculares avanzaban ahora

en forma de monstruos que se arrastraban hacia la cama

y trepaban, dificultosamente, por la colcha…”

 

Horacio Quiroga

 

 

Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró al cuarto, después de deshacer la cama, sola ya, sintió en el pecho un temblor. Sobre los muebles había plumas, polvo de huesos y sedimentos de sangre.

Jordán, el esposo de Alicia, apagó las luces y dejó la sala a oscuras para que descansara de los susurros de aquel cuerpo vacío y marchito que, entre las sombras de la noche, se agigantaba como un millón de pájaros.

En la montaña, una mujer miraba una fotografía. El calor había recorrido su figura esclava y rejuvenecida de fiebre y la había abandonado con un estallido de fuego que luego se apagó lentamente. Ella se dio cuenta de que lo había hecho... La luz ya había perdido su fulgor.

El viento lloraba a través de la cortina de la choza y cubría su cara inerte frente al óxido de los ataúdes, cordones de zapatos tejidos con cabellos humanos, morteros y lámparas de aceite. Su risa era curiosa, tal vez irónica, en su boca sin dientes.

La batalla estaba ganada. Pensó que tendría que cavar un pozo para borrar las huellas.

Sin embargo, el mal vuelve a su raíz con abundancia y confusión para hacer justicia con las mismas armas.

Se escuchó el sonido de un trueno y el aire comenzó a soplar seguido por un rayo que partió la tierra.

‒¡Voy a emprender una difícil y larga travesía!‒gritó la mujer aterrada por el miedo a morir ante el castigo de los dioses.

El huracán azotó la vieja casa y volaron los objetos: libros de magia, colmillos de marfil, ollas negras con jarabes de hongos y la foto de Alicia castigada con elementos punzantes y agujas de acero.

El fuego incendió los recodos con hambre de venganza y la hechicera se dejó vencer en su cama bajo un edredón de plumas. Su propia fuerza interior, aquella que utilizó siempre para sus burbujeos con lava en la maraña de sus ritos, la dejó inerme y obligada a la postración sin poder defenderse.

Un minuto después, se produjo un silencio fantasmagórico que inundó las calles, enmudeció las voces y apagó los ecos de pasos en esa noche que moría de debilidad.

Jordán subió la escalera, fue hacia el dormitorio y miró por la ventana. Se percibía un olor tropical pero… había llegado el invierno al jardín de Alicia.


Fraixlujan

----Del Libro "Vera Violetta". Cuentos del día después...

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Los iluminados

 


La casa del artista en Croisset
 (Sena Marítimo, a pocos kilómetros de Rouen) 
A la izquierda, el pequeño pabellón a orillas del Sena.



Al artista le gusta la soledad porque lo salva…

Sabe cómo llegar a conquistar porque conoce el arte de la seducción. Puede ser bueno o malo, pero el  poder de “encantar” tiene que ser innato.

Se arriesga a que le escriban opiniones absurdas, irreales, crueles… Posee “espalda” para soportarlo porque no puede hacer otra cosa. A los grandes elogios los mira de costado, continúa… No quiere censuras pero las hay y muchas.

Se enfada con su amigo:

No seguimos ya el mismo camino, no navegamos ya en la misma nave. Yo no busco el puerto, sino la alta mar. Si naufrago, te eximo del duelo.

Mientras tanto, en su torre de marfil, vive consagrado a su única religión y a su política: el arte. Escribe metódica e incansablemente. Corrige, pule, cincela su prosa, mide sus frases con rigor.

Se sienta en su escritorio al caer la tarde, se levanta para la cena, vuelve a él para después de la comida y sigue labrando su obra.

Dicen que su ventana iluminada en la noche servía de faro para los marineros que navegaban por el Sena. Escribe con pluma de ganso, que va mojando en un tintero con forma de sapo.

Es Gustave Flaubert, autor de “Madame Bobary”

-

L.Fraix

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Nina y sus historias

 

LA ESCLAVA


Los cuartos oscuros y fríos, las palomas en lo alto del techo guardaban sus nidos para después, cuando pusieran los huevos otras palomas iguales y el ciclo de la vida continuara como si nada pasara… En la palmera muchas de ellas conversaban igual que viejas amigas. Aquella casona, que quedaba del otro lado de la magnolia, parecía contar demasiadas historias de próceres inmaculados esgrimiendo espadas y de doncellas con peinetas españolas.

“A los pies de usted”.

Los enrejados del frente parecían arabescos sagrados y el silencio se llevaba bien con los moradores. Eran muy amables, pero parecían no pertenecer a esa residencia austera y helada.

−-Ella te quiere mucho -−le dijo Alicia a Nina.

−-Sí, pero yo le tengo vergüenza.

−-¿Vergüenza? ¿Por qué? Tú eres una niña buena, linda, educada, estudiosa. ¿De qué tendrías vergüenza? Que yo sepa no hiciste nada malo.

−-No.

Nina sentía demasiado respeto por aquella casa y sus moradores. Le parecían irreales como los personajes de sus cuentos, y muchas veces imaginaba tanto que su cabeza parecía quedarse vacía.

“Es mejor vacía que llena de miedos”

Es que el castillo perturbador la invitaba a espiar por las ventanas y ver fantasmas adolescentes o niños que no podían escapar porque estaban cautivos. ¿De quién? De ellos que parecían tan buenos y cordiales. Por eso Nina les tenía tanto respeto.

Se asomaba detrás de la magnolia y entrecerraba los ojos para escuchar los murmullos de las palomas que la dejaban sorda porque eran miles y se multiplicaban… El vecino les tiraba con una escopeta y el dueño se enojaba. Discutían. Eran aves gitanas y sagradas para ellos. ¡Cuánto misterio! ¡Cuántos relatos en libros escondidos y bibliotecas enteras buscando lectores!

Ella siempre se sentaba en el parque; parecía princesa de cuentos: bella y angelical, dulce y cariñosa.

−-¡Qué niña más encantadora! -−le decía a Nina que desconfiaba, se retraía, se escondía…

¿En qué época vivían? ¿Eran reales o no?

Nina no dejaba de preguntar porque la intranquilizaba demasiado aquella situación: los muros, el perfume de alguna flor que crecía entre la hierba, los murmullos…

Un día, mientras estaba observando, vio barrer a una criada negra toda vestida de blanco con un turbante como había visto en las películas antiguas.

“Una esclava”, pensó y escapó para su casa. Nunca más volvió a vigilar la residencia de al lado. Era historia pura y se hallaba escrita en los libros.

*

L.Fraix
-----Del libro de cuentos: Nina y sus historias.

Aquello que no sabías...

 


Sobre el mantel donde reposaba la yerba y el mate, dormía la cabeza de Roque sobre un manto de sangre. La mirada del hombre se apagaba observando por la ventana una bandada de teros.

Lina, su mujer, yacía sobre la mesada de ladrillos centenarios que Roque había construido. Todavía sostenía la cuchara de madera con la que había revuelto la sopa de zapallo.

En medio de ambos, rígido, se hallaba parado un hombre vestido de gaucho con la cabeza envuelta en un gorro de lana y un pañuelo azul al cuello; llevaba una rastra con monedas y botas de potro.

Cristóbal se había disfrazado de hombre de campo, autóctono, fiel a las pampas, para que no pudieran reconocerlo.

Ellos eran sus padres adoptivos y él acababa de enterarse…

*
L.Fraix
(cuento)

Galatea

 

Esta aldea es como un imperio donde flotan los efluvios y dejan cada corazón a la intemperie; todo tiene valor hasta el desenfreno de correr por el camino de las pasiones.

Mi nombre es Galatea y nací en 1585.

Mi padre Miguel prometió llevarme muy lejos.

En este pueblo, sin jurisdicción propia, se idealiza la vida del campo rodeada de amigos y de las amadas de los poetas bajo el disfraz de pastores que cantan sus sentimientos.

Miro mi cabaña de estacas cubierta de ramas y paja. El portón está abandonado y las ventanas cerradas. Vacilo, y luego me interno en las habitaciones heladas. Se oyen voces de los cocheros que acaban de cenar en los refugios vecinos; mientras contemplo un puñado bellotas, pronuncio ante el auditorio un discurso sobre la Edad de Oro que mi padre me enseñó; sobre la época ideal en que la virtud, la inocencia y la bondad imperaban en todo el mundo.

Entre ellos están Grisóstomo y Marcela que son enamorados y cuidan su ganado; han venido a descansar, después de su ardua tarea, a mi choza humilde.

¡Qué grato es recorrer estos sembrados!

Añoro los rebaños, la hora de la siesta, el olor a llovizna y el caminar lento de los campesinos de comarca. No puedo evadirme de las centellas que me embriagan al igual que una borrachera con su dulzor. Está anocheciendo. Me duermo a los pies de un molino de viento en Campo de Criptana, Ciudad Real.

Al otro día, por la mañana, unos pasos me sobresaltan…

Son don Quijote y su escudero Sancho. Rocinante se estremece con el placer de unas jacas cuyos propietarios son unos arrieros yangüeses, naturales de Yanguas (Soria). Mis amigos están heridos, pero se marchan detrás de los hombres encamisados que llevan antorchas encendidas y que acompañan una litera vestida de luto.

Yo recorro los valles y sigo buscando a Miguel porque él sabe que todavía me queda camino por delante, pero me dicen que se halla encerrado en la Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba.

Estoy apesadumbrada, pero me reconforta la idea de descubrir el aire de la madrugada, ver las estrellas de cerca, galopar por caminos lejanos… Convertirme, de repente, en “Caballero de la triste figura” igual que don Quijote, en labrador que busca la perfección del cielo o en un español que rezonga ante las majaderías de otros.

La vastedad del edén me desorienta; me siento tan vagabunda en la oscuridad de la noche, y el ruido que produce el andar de los caballos me llena de miedo porque me imagino algo misterioso y sobrenatural.

 

Un día, despierto sobre la Sierra Morena donde hago penitencia y veo, desde los peñascos, que Ginés de Pasamonte le roba el asno a Sancho y me acuerdo de Dulcinea, la amada de don Quijote que espera un mensaje en el pueblo.

En las horas sucesivas, recorro las cumbres y varias doncellas me miran pasar. Junto al río Ebro hay un barco encantado y más allá el palacio de los Duques que, por su magnificencia y apego a las tradiciones, conserva elementos medievales.

Lloro por la frialdad de esta cárcel que no me permite defender la creación del escritor más grande de la literatura.

 *

Año 1616.

En una tertulia madrileña observo a Miguel junto a Lope de Vega; se elogian y se critican porque existe entre ellos una rivalidad notoria.

−¡Defended tu primera obra; sois el novelista más genial, no me condenéis a escuchar promesas…! –le grito.

Al tiempo, viejo y con poca vista, Miguel de Cervantes se enferma. Profesa con votos solemnes en la venerable Orden Tercera de San Francisco, recibe la extremaunción, dicta la dedicatoria de “El Persiles” y, después de cuatro días de agonía, fallece.

Es sepultado en el convento de las Trinidades descalzas de Madrid.

Yo, Galatea, vuelvo triste a la choza para culminar mis días pobre y humildemente como he vivido.

Sé que con los años nadie se acordará de mí.

L.Fraix
(cuento)

Los salones del bien amado

 


Bajo el reinado de Luis XVI, en París, surgió la moda de los salones y de las veladas brillantes. Las damas de gran fortuna recibían a los escritores, sabios y políticos: el siglo de las luces era también el de las relaciones y el de la mundanalidad.

Richard Walpon quería Janet Van Lue, una cantante de variedades sencilla, pero de gustos refinados. Ella adoraba el arte y las ciencias. Conocía los nombres del éxito porque ambicionaba llegar a la cima.

Richard era un anticuario, convertido en mensajero del corazón; escribía horóscopos en revistas para jovencitas. No sabía cómo seducir a Janet; para él resultaba inalcanzable.

Un día decidió poner fin al castigo de ese amor.

Citó a Janet en un lugar usurpando la personalidad del ilustre conde de Saint-Germain: hombre sabio y casanova que hablaba varias lenguas, químico y maestro para atraer a las mujeres. Hijo natural de la reina de España Marie-Anne de Neubourg, viuda de Carlos II y de un noble, el conde Melgar.

Cuando Janet supo de los requerimientos amorosos de una persona tan ilustre, no pudo entenderlo… Algo no estaba bien. Permaneció apabullada del asombro en su cuarto principesco. Procuró atestiguar la veracidad de los hechos que le respondieron afirmativamente.

¿Por qué ese hombre se interesaba por ella?

Seguramente, la iba a rechazar apenas la viera.

Tuvo una señal que le indicó el camino…

 

 

Richard la esperaba en la sala vestido de conde; su amor se alimentaba de osadía y de deseos. Janet no llegaba. El traje parecía una armadura que procuraba quedarse en su sitio, mientras él se retorcía como un anfibio en cautiverio. Estaba muy nervioso. La farsa lo obligaba a adoptar una conducta extraña. Cuando la mujer que esperaba se acercó era la marquesa de Pompadour, amiga de Luis XVI, de Voltaire y de Rousseau, dama de alta sociedad.

El impostor se olvidó de Janet al reconocer a esa fascinante mujer que se disculpaba por la tardanza; situación que no comprendía, pero que le agradaba… Ella era maravillosa. Richard no podía soportar su desvergonzado atrevimiento, pero continuaba con el plan, se enredaba y se confundía con el actor que llevaba dentro.

−-¿Me dijeron que le anunció a María Antonieta una inminente revolución? -–preguntó ella.

−-Afirmativamente, vengo del Tíbet… -−contestó Richard aturdido, disperso, ya que no conocía nada sobre la vida del conde.

No pensaba en su realidad que era una farsa; el sueño resultaba ser más intenso.

Janet Van Lue, debajo del vestido de marquesa, parecía una muñeca de cera.

*

L.Fraix

(cuento)

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Don Santos

 


El anciano va camino a las vías del ferrocarril.

Se detiene y mira a un lado y a otro en medio del surco, del campo arado.

De lejos, se oye el golpe de un hacha sobre el leño.

Don Santos piensa en el olmo viejo de su humilde casa. La pobreza desnuda las telas grises de arañas, y las voces queridas se van tras las lluvias del pasado.

Lleva en una mano una botella de vino y está ebrio.

Don Santos busca, con la mirada, las vías.

A su mundo se lo ha tragado la tierra y ve los montes azules, las cotorras haciendo los nidos y los brillantes rieles devorando matorrales.

Los caseríos están lejos, y los nubarrones blancos anuncian otra tormenta.

Se acomoda el sombrero y se sube los pantalones que lleva “a medio camino”. Se le nubla la vista, se desdibuja la senda.


¿Y la soledad de adentro?

Es la que él conoce desde que era niño.

El tren silba, humea… Detrás, tres molinos lo miran…

Don Santos no cree en el futuro porque lo abandonó y lo dejó parado en ese presente que, con astucia, lo empuja hacia el látigo final.

Se para frente a los rieles, la máquina está cerca.

“La fortaleza es una virtud”, alguien le dijo.

Ya no escucha, el corazón le late más fuerte; toma de la botella. Ya falta menos.

La formación pasa y deja una bocanada de humo.

Don Santos se quedó sin pelear su última batalla.

Todos perdemos.


 

−¡Despierte! –alguien le grita cuando el tren llega a destino.

El anciano aparece trepado sobre el mismo rostro de la locomotora: borracho, con sueño y hambre… con la botella de vino.


--L.Fraix (cuento)