Las horas de Coty
Por
la mañana salió a las diez, bajó por la calle Guénégaud y recorrió los muelles.
Con paso lento, siguió el Sena desde el albergue hasta el Jardín des Plantes.
Ese recorrido le daba paz. Contemplaba el agua y se detenía para ver pasar los
cargamentos de madera que bajaban por el río. A veces, permanecía aburrido, con
los ojos fijos en el vacío y el pensamiento perdido.
Berthe
lo recibía con un gato atigrado en los brazos.
Benjamín
lo acariciaba y recordaba a Salvador y a Dalí en aquella cueva salpicada con
sangre una y mil veces. Ella lo contemplaba demasiado, lo veía débil y decaído.
Sabía que soñaba con la vida de artista que no llegaba y quería ayudarlo. Como
no se podían comunicar por el lenguaje porque ninguno entendía el idioma del
otro, ella le escribió en un papel: Montmartre.
Benjamín
sonrió y esa alegría contagió a Berthe que sintió que podían llegar a
entenderse sin voz, más allá de un idioma o del otro, con la mirada; sin
embargo, él tenía otros planes.
Muchas
veces, cuando regresaba de su itinerario, la encontraba dentro de la pieza
semidesnuda posando como para que él la pintara. A Benjamín eso no le atraía
mucho. Berthe había confundido todo.
−No,
no –le decía con señas y le acercaba la ropa para que se vistiera. Ella estaba
entregada y quería ser su musa, pero Benjamín, más turbado que nunca, percibía
que su mundo se desbarrancaba y que aquella mujer no era real e intentaba
devorarlo como un animal en celo.
La
ayudó a salir y cerró la puerta con doble llave.
Miró a un costado los cuadros de Emiliano; era lo único que le importaba y se aferraba a ellos como tabla de salvación.
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