La casa colonial
La casa colonial mira el transcurso del tiempo entre susurros ancestrales de un pasado demasiado arraigado a las tradiciones.
Es baja, con techo de tejas y paredes muy gruesas de tapia. Las puertas se hallan construidas en madera, con molduras labradas a mano. Las ventanas poseen enrejados de hierro negro a manera de encaje. Esos arabescos inconfundibles son, más allá de los años, una muestra cabal de su estilo.
Las habitaciones amplias son frescas en verano y templadas en invierno y enmarcan un matizado patio cubierto de baldosas al que da sombra una parra de tronco retorcido; perfuma el ambiente, el jazmín del país que recuerda, quizá, los pasos de algún abuelo centenario.
En medio de ese vasto lienzo con gradaciones de color, se ve el aljibe donde se recogía, antiguamente, el agua de lluvia que corría por los tejados y resbalaba por las canaletas. Su roldana está quebrantada por la herrumbre; ya no gira… A veces, cuando el viento la mueve, trae voces de una historia patriarcal acendrada en la fe cristiana.
Entonces cobran vida los momentos estentóreos de la casa. Aparece un padre muy rígido que ejerce su autoridad moral; su rostro se desdibuja tras las lágrimas de una mujer vestida de negro y de la niña, su hija, que, ataviada con mantilla y peinetón, acaba de llegar de la plaza del Cabildo. La abuela corta diademas del Paraguay para su galería de santos y conversa, con voz endeble, con la negra criada que lleva una bandeja de plata.
Afuera, se escucha al farolero que enciende los candiles colocados en las oscuras y angostas calles…
El tiempo articula los hilos de las secuencias que se pierden entre los muros donde trepan las glicinas. Se escapa la vida tras el Himno Nacional entre abanicos, escudos y gallardetes para entonar sus acordes musicales.
Los hijos de la Patria ya son libres.
Luján Fraix-2010