Vera Violetta-Cuentos del día después...
VIVIR COMO CIEN AÑOS
Sus ojos oscuros se quedaban demasiadas horas mirando la calle. Hacía
dos meses que no lo veía pasar. Hasta ahora Emilia no había conocido el amor.
Se hallaba abatida por una quimera. ¿Qué se escondía entre las sombras de ese
silencio? Ella no entendía cómo podía querer a alguien que solamente la miraba
desde un automóvil. Veía el mundo a través de la ficción con audacia, inocencia
y sensibilidad. Lo idealizaba demasiado. Nunca habían cruzado una palabra pero
aquellos ojos alcanzaban para comunicar el mutuo sentimiento. Emilia se
refugiaba en la escritura; él estudiaba abogacía.
¿Tenía que luchar por ese cariño o dejarlo morir para seguir viviendo?
¿Tenía que luchar por ese cariño o dejarlo morir para seguir viviendo?
Emilia estaba acostumbrada a sus arranques de fugitivo.
-No nos gusta su familia-le dijeron sus padres.
Ella lloraba y se aturdía con las novelas inglesas en la
casa de tejas españolas alborotada de gatos y de historias de inmigrantes.
Cuando el aire estaba fresco salía a recorrer las arterias para ver si lo
encontraba, pero ese lento circular se desplomaba con el latir de la ausencia. No lo hallaba, era casi un
desconocido. ¿Acaso solamente existía en su imaginación?
-No se te ocurra acercarte a él-volvieron a decirle.
Esa orden sonó hueca y distante. Emilia ya sabía lo que
tenía que hacer, aunque sus perspectivas eran tan sombrías como la soledad de
su alma. Estaba sufriendo mucho por ese alejamiento. Lo buscaría y le diría que
lo amaba.
Pasaron los meses como siglos y no supo nada de él. El
agotado canto de las cigarras le decía que el estío llegaba a su fin. Aparecía
el gris oro de un otoño desmembrado por la angustia de la espera. ¿Qué le habrá
pasado?
Una tarde, hablando con una persona amiga sobre distintos
temas, escuchó decir como al descuido: él se casó… Emilia sintió que se moría;
la vida ya no tenía ningún sentido. Comenzó a escribir poemas desordenados y
vehementes para mitigar el dolor. Se
subió al automóvil y recorrió avenidas desiertas entre ráfagas de viento y
brisas marinas. Miró cada rostro.
En el pueblo, la luz se hundía entre la pobreza del follaje
y se divisaba el cielo rojizo. Estaba perdida, no podía reconocerse. Regresaba
a la casa, después del itinerario de cada jornada, y se desplomaba en el
sillón. No decía una palabra.
Pasaron tres años.
Aquel amor imposible seguía latente en su corazón. No podía
olvidarlo pero se resignaba a permanecer a la vera de esos meses prestados.
Tenía la convicción de que se quedaría sola por el resto de su existencia.
Todos los días subía a un colectivo para ir a estudiar
Filosofía y Letras a la facultad. Seguía de duelo y sus ojos húmedos fingían
sonrisas que se desdibujaban con algún recuerdo.
En la semana, tuvo
que viajar en otro horario porque una profesora no daba su clase. El colectivo
solía parar en poblaciones vecinas. Sin imaginarlo siquiera, él estaba allí:
traje oscuro, corbata, maletín… El hombre ideal, seductor como pocos. Lo
escuchó hablar por primera vez con alguien y sintió que su alma se desintegraba
por completo; le miró las manos, no tenía anillo de compromiso. Olvidó todo.
Comenzó a ir siempre a esa hora, retrasada, para verlo subir… Deseó tanto un
encuentro. Para ello pensó en una estrategia; se ubicó muy atrás y colocó una
carpeta para cuidar el lugar y que él no tuviera otra alternativa que sentarse
a su lado. Así pasó. La ingenuidad de aquella cercanía aumentaba sus
esperanzas. Él, cuando abrió el maletín, tembloroso, se le cayeron los textos.
Emilia lo ayudó a levantarlos. Vio, entre tantos, la obra de García Márquez
“Cien años de soledad”, su autor preferido, y se enamoró más todavía.
Cuando llegaron a la terminal estaban solos porque los
pasajeros ya habían descendido en su totalidad. Él se levantó para cederle el
paso, a Emilia le temblaban las piernas. Comenzó a caminar rumbo a la facultad
mientras escuchaba la proximidad de ese hombre. “Es casado, no tiene que pasar
nada, no puede alcanzarme”, pensó. ¿Acaso no valía ella tanto como las que eran
felices?
Ya no escuchó sus pasos. La culpa ratificó los hechos: no
era valiente. Apoyó la cabeza en la pared del instituto para ahogar la pena.
Hubiera preferido una vida tumultuosa, placeres y todos los deslices prohibidos
que, obviamente, ignoraba. ¡Tantos valores!¡Para qué! Sintió una lluvia de
amenazas y de castigos por tener esos sentimientos. El equilibrio estaba roto,
el poema inconcluso…
Con el tiempo, se convirtió en
huella. Cada jornada tomaba el colectivo con sus libros en la mano; atravesaba
poblaciones desfilando a la luz de la luna, recorría la misma distancia y al
final del viaje se veía siempre en una plaza frente a la antigua facultad.
Esperaba que un anciano vestido de oscuro se sentase a su lado para compartir
“Cien años de soledad”.
L.Fraix
L.Fraix
------------De Vera Violetta-Cuentos del día después...