Perder el Alma. Me deben una vida...

 


EL GATO ROJO


Se oían a lo lejos las palomas y las tórtolas.

A Guillermo esos sonidos le traían recuerdos del cementerio donde iba, de niño, a visitar a Salvador. Mía lo llevaba. Le hacían creer que su padre descansaba en aquella tumba marmolada, pero allí no había nadie. Las cenizas de Salvador permanecían en el patio de la iglesia. Él era muy chico para saberlo; le hubiera destrozado el corazón. Prefería creer que su papá se hallaba guardado en un cofre con encajes blancos, bien cuidado, durmiendo para siempre en ese refugio inmaculado. Pero llegó el momento que sintió que allí no había nadie, no porque no estuviera el cuerpo sino porque el silencio, como una palabra, le decía: ve tranquilo, yo estoy bien, vive tu vida y no te preocupes por mí. Y así fue que dejó de ir, aunque le agradaba ver los cientos de gatos que lo perseguían o los ángeles escribiendo sentencias con las alas desplegadas e infinitas. Él les miraba los ojos a aquellas estatuas, pensando que en cualquier momento iban a mover los párpados. Estaba todo tan inhóspito, pero había magia, algo celestial, como si le lloviera paz sobre los hombros.

Y así se fue despidiendo de ese jardín, donde el corazón se abrigaba buscando huecos para llenar, cuando la vida le decía que no se desplomara porque aún los días amanecían…

*

PERDER EL ALMA
Me deben una vida...

3 comentarios:

  1. Hay una gran ternura en estas letras...
    Un abrazo.

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  2. La meta es encontrarla paz, pero cuando la paz es una especie de lluvia que te empapa el pelo, te corre por el cuello y se desliza por la espalda buscando acariciarte los pies, entonces... Es entonces cuando descubres que la paz existe, como sucede cuando uno a sola vive en las páginas de un libro y pierde la noción del tiempo.
    Un abrazo, Luján

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  3. Me ha encantado lo que he leído. Besos Luján.

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