La abuela Blanca
La abuela observaba. Don Pedro iba y venía por el pasillo de losas. La cabeza erguida y ese porte de caudillo con el látigo que golpeaba las botas lustrosas, le daba un aire de poder. Hablaba solo, rezongaba, su mal humor iba en aumento. Sin embargo, no tenía grandes razones para quejarse de la vida.
“¿Por qué me haces sufrir tanto?”, pensó Blanca desde lo alto, encerrada tras esas rejas.
‒Algún día ya no podrás andar por la tierra porque volarás por los aires ‒dijo murmurando como una viejecita sin remedio‒. Los tiernos fantasmas de antaño son ahora tus monstruos interiores. ¿Puedes manejar las palabras? Creo que se te escapan desarticuladas e invaden tu corazón empecinado en hacer de tu familia seres tristes. No puedes sostener la mirada porque le temes a la agonía de la culpa. Sabes… por la ventana entra tu silencio como lenguaje oculto de la noche. Me juzgas, me castigas, no me hablas desde hace veinte años o más. No recuerdo bien. ¿Tienes brújula? ¿Dónde está tu norte? Hijo te quedarás solo entre tus soberbios vaticinios.
Doña Blanca cerró la ventana bruscamente y don Pedro se asustó. Miró hacia lo alto pero no vio nada y como siempre no le dio importancia. No quería saber de ella, estaba enojado, la sometía a la indiferencia más atroz, la culpaba de todo. Era sólo una anciana que ya no tenía futuro, pero sí un pasado que él no quería recordar. Estaba sordo a sus caricias, a los besos de antaño y acumulaba cenizas que escondían faltas y errores.
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Nadie es perfecto porque somos humanos.
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En aquella oscuridad a la que solamente se asomaba la criada Tadea, la abuela sentía compasión por su hijo; podría sepultarla viva que ella lo iba a amar. En su corazón sólo existía la entrega al prójimo, a los seres queridos y a la lluvia.
Los abrazos del sueño estaban próximos… Quizá.