Perder el Alma. Me deben una vida...

 

Ricardo trajo un frasco grande de vidrio y le dio en la manita a Alma que le sonrió con cariño. La paz que se respiraba en esa chacra era como subir al paraíso y quedarse dormido. Todo era bello. Susan no recordaba haberla visitado en la niñez, pero por algo estaba allí, por algo decidió recorrer ese sendero nítido, como de hormigas viajeras, que la llevó a ese lugar mágico. No podía creerlo. Ricardo cebaba mates y hablaba de su provincia, don Fortunato se reía de las anécdotas, a lo lejos se oía el tren con los vagones cargados y las cotorras parloteaban entre los paraísos, álamos y laureles. No había gritos ni malos entendidos. La casa rural, envuelta en lanas, parecía abrigar igual que las ovejas a sus crías, protegía a los visitantes de todo mal, santificaba los dones, llenaba de luz los recodos olvidados y hablaba en un dialecto acompasado de palabras dulces y piadosas.

−Gracias por los mates. Volveré, tío –respondió Susan−. Adiós, Ricardo. Un gusto.

−Encantado, señorita.

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PERDER EL ALMA
Me deben una vida...