Exilio



Gina Femrite

E l sol del domingo despertaba con las campanadas y alegraba los colores de la aldea. La mancha verde de los pastizales aparecía a lo largo de los arroyos y en el fondo de las quebradas.

El marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. En el horizonte la niebla espesa y asfixiante se aplastaba sobre el mundo como una inmensa capa de algodón; mientras que sobre las inmóviles olas del océano de piedra, el viento glacial silbaba con furia. En aquella aldea, un cachorro salió por la puerta y atravesó el patio con paso recto y perezoso. Un hombre llamó en voz baja al animal y lo ató con una soga, de una estaca.

El resplandor tibio y sin fuerza iluminaba apenas las cumbres de los valles. En los flancos del caballo se advertía la fatiga de una larga jornada, aquel viaje al puerto.

El desconocido abrió la alforja y rebanó un pan, luego siguió un senderito y penetró en el monte a esperar la venganza.