Don Santos

 


El anciano va camino a las vías del ferrocarril.

Se detiene y mira a un lado y a otro en medio del surco, del campo arado.

De lejos, se oye el golpe de un hacha sobre el leño.

Don Santos piensa en el olmo viejo de su humilde casa. La pobreza desnuda las telas grises de arañas, y las voces queridas se van tras las lluvias del pasado.

Lleva en una mano una botella de vino y está ebrio.

Don Santos busca, con la mirada, las vías.

A su mundo se lo ha tragado la tierra y ve los montes azules, las cotorras haciendo los nidos y los brillantes rieles devorando matorrales.

Los caseríos están lejos, y los nubarrones blancos anuncian otra tormenta.

Se acomoda el sombrero y se sube los pantalones que lleva “a medio camino”. Se le nubla la vista, se desdibuja la senda.


¿Y la soledad de adentro?

Es la que él conoce desde que era niño.

El tren silba, humea… Detrás, tres molinos lo miran…

Don Santos no cree en el futuro porque lo abandonó y lo dejó parado en ese presente que, con astucia, lo empuja hacia el látigo final.

Se para frente a los rieles, la máquina está cerca.

“La fortaleza es una virtud”, alguien le dijo.

Ya no escucha, el corazón le late más fuerte; toma de la botella. Ya falta menos.

La formación pasa y deja una bocanada de humo.

Don Santos se quedó sin pelear su última batalla.

Todos perdemos.


 

−¡Despierte! –alguien le grita cuando el tren llega a destino.

El anciano aparece trepado sobre el mismo rostro de la locomotora: borracho, con sueño y hambre… con la botella de vino.


--L.Fraix (cuento)