Galatea

 

Esta aldea es como un imperio donde flotan los efluvios y dejan cada corazón a la intemperie; todo tiene valor hasta el desenfreno de correr por el camino de las pasiones.

Mi nombre es Galatea y nací en 1585.

Mi padre Miguel prometió llevarme muy lejos.

En este pueblo, sin jurisdicción propia, se idealiza la vida del campo rodeada de amigos y de las amadas de los poetas bajo el disfraz de pastores que cantan sus sentimientos.

Miro mi cabaña de estacas cubierta de ramas y paja. El portón está abandonado y las ventanas cerradas. Vacilo, y luego me interno en las habitaciones heladas. Se oyen voces de los cocheros que acaban de cenar en los refugios vecinos; mientras contemplo un puñado bellotas, pronuncio ante el auditorio un discurso sobre la Edad de Oro que mi padre me enseñó; sobre la época ideal en que la virtud, la inocencia y la bondad imperaban en todo el mundo.

Entre ellos están Grisóstomo y Marcela que son enamorados y cuidan su ganado; han venido a descansar, después de su ardua tarea, a mi choza humilde.

¡Qué grato es recorrer estos sembrados!

Añoro los rebaños, la hora de la siesta, el olor a llovizna y el caminar lento de los campesinos de comarca. No puedo evadirme de las centellas que me embriagan al igual que una borrachera con su dulzor. Está anocheciendo. Me duermo a los pies de un molino de viento en Campo de Criptana, Ciudad Real.

Al otro día, por la mañana, unos pasos me sobresaltan…

Son don Quijote y su escudero Sancho. Rocinante se estremece con el placer de unas jacas cuyos propietarios son unos arrieros yangüeses, naturales de Yanguas (Soria). Mis amigos están heridos, pero se marchan detrás de los hombres encamisados que llevan antorchas encendidas y que acompañan una litera vestida de luto.

Yo recorro los valles y sigo buscando a Miguel porque él sabe que todavía me queda camino por delante, pero me dicen que se halla encerrado en la Cueva de Medrano, en Argamasilla de Alba.

Estoy apesadumbrada, pero me reconforta la idea de descubrir el aire de la madrugada, ver las estrellas de cerca, galopar por caminos lejanos… Convertirme, de repente, en “Caballero de la triste figura” igual que don Quijote, en labrador que busca la perfección del cielo o en un español que rezonga ante las majaderías de otros.

La vastedad del edén me desorienta; me siento tan vagabunda en la oscuridad de la noche, y el ruido que produce el andar de los caballos me llena de miedo porque me imagino algo misterioso y sobrenatural.

 

Un día, despierto sobre la Sierra Morena donde hago penitencia y veo, desde los peñascos, que Ginés de Pasamonte le roba el asno a Sancho y me acuerdo de Dulcinea, la amada de don Quijote que espera un mensaje en el pueblo.

En las horas sucesivas, recorro las cumbres y varias doncellas me miran pasar. Junto al río Ebro hay un barco encantado y más allá el palacio de los Duques que, por su magnificencia y apego a las tradiciones, conserva elementos medievales.

Lloro por la frialdad de esta cárcel que no me permite defender la creación del escritor más grande de la literatura.

 *

Año 1616.

En una tertulia madrileña observo a Miguel junto a Lope de Vega; se elogian y se critican porque existe entre ellos una rivalidad notoria.

−¡Defended tu primera obra; sois el novelista más genial, no me condenéis a escuchar promesas…! –le grito.

Al tiempo, viejo y con poca vista, Miguel de Cervantes se enferma. Profesa con votos solemnes en la venerable Orden Tercera de San Francisco, recibe la extremaunción, dicta la dedicatoria de “El Persiles” y, después de cuatro días de agonía, fallece.

Es sepultado en el convento de las Trinidades descalzas de Madrid.

Yo, Galatea, vuelvo triste a la choza para culminar mis días pobre y humildemente como he vivido.

Sé que con los años nadie se acordará de mí.

L.Fraix
(cuento)