Los salones del bien amado
Bajo el
reinado de Luis XVI, en París, surgió la moda de los salones y de las veladas
brillantes. Las damas de gran fortuna recibían a los escritores, sabios y
políticos: el siglo de las luces era también el de las relaciones y el de la
mundanalidad.
Richard
Walpon quería Janet Van Lue, una cantante de variedades sencilla, pero de
gustos refinados. Ella adoraba el arte y las ciencias. Conocía los nombres del
éxito porque ambicionaba llegar a la cima.
Richard era
un anticuario, convertido en mensajero del corazón; escribía horóscopos en
revistas para jovencitas. No sabía cómo seducir a Janet; para él resultaba inalcanzable.
Un día
decidió poner fin al castigo de ese amor.
Citó a Janet
en un lugar usurpando la personalidad del ilustre conde de Saint-Germain:
hombre sabio y casanova que hablaba varias lenguas, químico y maestro para
atraer a las mujeres. Hijo natural de la reina de España Marie-Anne de
Neubourg, viuda de Carlos II y de un noble, el conde Melgar.
Cuando Janet
supo de los requerimientos amorosos de una persona tan ilustre, no pudo
entenderlo… Algo no estaba bien. Permaneció apabullada del asombro en su cuarto
principesco. Procuró atestiguar la veracidad de los hechos que le respondieron
afirmativamente.
¿Por qué ese
hombre se interesaba por ella?
Seguramente,
la iba a rechazar apenas la viera.
Tuvo una
señal que le indicó el camino…
Richard la
esperaba en la sala vestido de conde; su amor se alimentaba de osadía y de
deseos. Janet no llegaba. El traje parecía una armadura que procuraba quedarse
en su sitio, mientras él se retorcía como un anfibio en cautiverio. Estaba muy
nervioso. La farsa lo obligaba a adoptar una conducta extraña. Cuando la mujer
que esperaba se acercó era la marquesa de Pompadour, amiga de Luis XVI, de
Voltaire y de Rousseau, dama de alta sociedad.
El impostor
se olvidó de Janet al reconocer a esa fascinante mujer que se disculpaba por la
tardanza; situación que no comprendía, pero que le agradaba… Ella era
maravillosa. Richard no podía soportar su desvergonzado atrevimiento, pero
continuaba con el plan, se enredaba y se confundía con el actor que llevaba
dentro.
−-¿Me dijeron
que le anunció a María Antonieta una inminente revolución? -–preguntó ella.
−-Afirmativamente,
vengo del Tíbet… -−contestó Richard aturdido, disperso, ya que no conocía nada
sobre la vida del conde.
No pensaba en
su realidad que era una farsa; el sueño resultaba ser más intenso.
Janet Van
Lue, debajo del vestido de marquesa, parecía una muñeca de cera.
*
L.Fraix
(cuento)