La abuela francesa. De Suiza a América-1865

 




La abuela francesa 
De Suiza a América
-1865-

Alberto entró por el portón de la casa sobre una caballo blanco, a la cabeza de su tropa. Lo seguía un carruaje de regalos para Navidad. La abuela Melanie parecía un Papá Noel del siglo XlX en Europa con su ropaje caliente y abultado. Alberto, a pesar de su juventud, era un buen conocedor de los objetos bellos.


Melanie era generosa. Le trajo a Juana doce pocillos de porcelana ribeteados en oro con sus respectivos platos; estaban hechos en París y eran propiedad de su mamá Francisca; a Eduardo, gemelos de plata; a Carmen, que era su ahijada, le regaló pendientes fabricados en Suiza, con perlas y rubíes; para la niña Melanie trajo libros ilustrados por artistas italianos de excelentes encuadernaciones; a Alberto le obsequió el primer traje y a Julio un equipo de caza.

Esa noche, cuando se sentaron a comer bajo los ojos vigilantes de Eduardo, Melanie sorprendió a todos. Los miró furtivamente por encima del pollo con papas y luego bajó la vista con rapidez. Eduardo le devolvió el gesto. Lo inquietaba la manera de la abuela al expresar sus sentimientos porque tenía los ojos negros y crueles a pesar de su aparente tristeza. La luz de la vela titilaba cuando levantaban los rostros. La voz de Melanie era débil y confusa, y se mostraba con la dejadez propia de quien espera un segundo más para continuar; sin embargo, su mal humor acérrimo aumentaba porque, quizá se daba cuenta de sus limitaciones.

En familia conversaron sobre las historias de Viena.

Eduardo contó sus travesuras de la niñez y recordaron a François que cuando llegó de Francia fue a mendigar a los mercados, a observar la vida de los pobres y a las tabernas donde los mercaderes húngaros vendían sus cuentas de vidrio.

Melanie dormitaba vestida de terciopelo pues tenía frío, en los calores del estío; otra Navidad sin protección, arrodillada al servicio de su prole  y bajo la lumbrera.

Los nietos ya estaban grandes y no la necesitaban tanto; podría exiliarse en la melancolía a remendar enaguas y poder así disipar la opresión de un pecho que reclamaba una paz que no encontraba en ningún sitio.

Nada le devolvía las alas y la alegría porque había perdido el asombro por lo desconocido. Sólo recordaba, día y noche, su motivo para llorar.

No existía el futuro en el horizonte de Melanie porque ya no tenía una meta. Todo, absolutamente todo, lo había logrado.

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