Cuentos de Navidad: historias de abuelos

 

  

Bendita noche.

Cuando se encendían las luces se alimentaban historias y eran tan nuestras, tan tuyas, únicas. En algunas, el tiempo de unión se desdibujaba para transformarse en dueño de las decisiones.

El abuelo Toto cenaba, no le importaba cuál era la comida que le servía su hija, y se iba a dormir como las gallinas, a las ocho de la noche. No hablaba de la Navidad ni de nada parecido. No le importaba la fecha ni la recordaba… De niño, su padre para esas épocas lo enviaba a arar la tierra y por eso, tal vez, Toto nunca pudo adaptarse a la risa y a los abrazos festivos. Su mundo interno era más grande y lo abarcaba todo: pasado y presente.

 

Lucas era diferente, muy extrovertido y alegre; cenaba rápido con su pequeña familia y se iba a dormir más rápido aún para levantarse a las doce de la noche. Quería estar descansado para ese sublime momento donde se encontraba con los hermanos y gente amiga del hijo, jóvenes que reían y compartían escenas atemporales: abrazos, sueños, metas… A Lucas le brillaban los ojos y acariciaba su mascota que adoraba como a una hija. Más tarde, salía a ver las luces artificiales hasta altas horas de la madrugada. Ya no pensaba en dormir porque se confundía entre la juventud, reclamando menos años y más vida por delante.

 

 

−¡No quiero que venga nadie! –decía la abuela Lula que tenía varios hijos, nietos y bisnietos. Ella se encerraba en su casa colonial; en esa soledad se sentía acompañada por aquel esposo que había partido y por los ecos de las voces lejanas. Ése era su refugio Navideño. Las risas y la música le traían más soledad a su alma y prefería el silencio de capilla de los muros algodonados y dueños de su felicidad juvenil: años de dicha plena y de disfrute por el campo entre malvones, gatos y tortas de limón.

 

 

La casa se hallaba en silencio.

−¡Qué nadie entre en la cocina! –gritaba el abuelo Ángel.

Él preparaba la comida todo el día; iba y venía entre los cacharros y hasta arrojaba semillas al piso con las que jugaba el gato Tino.

−Tengo sed –decía alguien que intentaba acercarse porque el calor de diciembre abrasaba−. ¡Fuera! –volvía a gritar Ángel.

A la noche, todos sentados a la mesa, se deleitaban con sus platos aderezados con demasiados yuyos y especias como le gustaba al abuelo. Lo aplaudían entre halagos dulzones, le dedicaban miles de palabras y lo obligaban a dar alusivos discursos propios de la fecha. Cuando se sentaba, después del ceremonial, levantaba la copa y cerraba los ojos… ¡Tanto! Que se dormía. Es que había trabajado mucho todo el día para ellos y por ellos. Ángel era muy generoso y solamente le importaba dar felicidad a su familia. Él dormía y despertaba como los gatos contentos.

 


El abuelo Roque, en cambio, se sentaba en la noche a mirar las estrellas que iluminaban la llanura. Humilde y solitario, extrañaba a su esposa y en esa fecha, bajo el manto de las sombras, se comunicaba con ella.

−Cuida a nuestros hijos y nietos que no pude conocer… −parecía escucharla.

Roque se perdía en el horizonte imaginando las luces de todos los árboles de Navidad para traer paz a su alma triste, pero no le alcanzaba… Los tiempos felices se habían agotado en esa tierra bendecida y tenía que aprender a caminar solo, resignado, sin su compañera. Los hijos, dentro de la casa, hablaban y repartían regalos, sin reparar en su ausencia. Ya lo conocían y preferían no molestarlo. En su mundo era dueño de su propia Navidad y eso ya era demasiado. Con todos los perros a sus pies, él parecía una pintura del 1800, grabada a fuego en el recuerdo de su familia.

❤❤❤❤❤

CUENTOS DE NAVIDAD