"Puerto soledad", de Luján Fraix

 


"La tierra tembló y las rocas chocaron unas contra otras. Los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos resucitaron de sus cenizas. En el Atlántico Sur, las almas se encontraron para llorar abrazadas.


El soldado protagonista de la guerra tuvo que soportar la barbarie como una patología que le laceraba el corazón y el cuerpo. Se encontraba extraviado sin que nadie se diera cuenta hasta dónde llegaban sus heridas, porque la angustia era interna y llevaba su cruz muy secretamente hasta la entrega. Nunca pudo disipar los enigmas por estar entre el cielo y el tormento. Britania fue, desde mucho antes de conocerla, el bálsamo; sin ella volvió a caer igual que una marioneta a la que le cortan los hilos. Los años pasaron en la nebulosa donde la ficción formaba coloquios con personajes de yeso. A través del caos de un mundo psíquico gris, con la voluntad de atravesar ese transcurrir de los días, Emilio miró siempre su problema hasta que se le terminó la energía.


El tiempo arrasó las horas devoradas por el fuego de los cañones. Nada fue igual porque aparecieron tazas de café vacías, versos sin terminar en libros con polvo, miradas en andenes y ese viaje a estepas heladas. Emilio quiso inmortalizarse por eso soportó su silla de ruedas en aquellas tardes de ocasos frente al océano, resistió las quejas de su tía Roberta y el sometimiento de Laurentino. No intentó matarse porque sabía que tenía que llegar hasta el final de la guerra, hasta cuando se asfixiara y ya no pudiera respirar por el olor a pólvora.


Todos le robaron las esperanzas y clamaron por su destierro: quienes lo dejaron del otro lado, en el lugar de los incapaces, sin voz y sin aire. La marejada lo trajo a perder su poca lozanía en otra contienda, la de los días venideros.

El títere que tía Roberta manejaba no era más que un fantasma agitando los brazos desde su propio barco que se había quedado anclado. Tratar de resucitar era comprometerse con las circunstancias y su responsabilidad, sentir la magnitud que daba la entrega, salvar significaba salvarse.

Dios le dio la oportunidad de rescatar vida de un mundo de muertos con sabiduría cristiana, pero ella era insanable algo así como una inquisidora sin fe.

El refugio de Emilio, tan infante por momentos, se transformó en un crisol hecho de cenizas de huesos, donde los personajes ensayaban sus libretos.


Puerto soledad, de Luján Fraix


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