"La abuela francesa", de Luján Fraix
Melanie recordaba a
Elemir cuando entretenía a los niños igual que una nodriza del siglo XVl. Para
él todo era sorprendente porque se sentía turista y dueño de las tierras; con
un tesoro en las manos que no quería que nadie le arrebatara, ni siquiera la
muerte. Sin embargo, lo hizo despiadadamente y lo dejó más solo que cuando
pedía limosna en el pórtico de la iglesia de Santa Úrsula en Francia. El padre Honorato Liberté, aquella persona
sana que le enseñó a ser fuerte era un vago recuerdo igual que la estampa de
Elemir: el gaucho, el amigo incondicional, el alma y el cuerpo de François.
Por el postiguillo
de la puerta, se veían los ojos de Jeremías turbado por la ancianidad que venía
a contar cuentos junto con
Sólo conocen la
luz aquellos que tienen fe. Melanie de eso podía estar tranquila. Fue la fundadora de la
iglesia, quería a su colegio y a las hermanas Carmelitas de la Caridad y
concurría a misa de réquiem y en especial a la del jueves y viernes Santo y por
la Navidad. Esclava de los rezos y al servicio de quienes la necesitaban,
siguió los pasos de su madre con la humildad de los grandes, tal vez su porte y
el genio no dejaban ver su sensibilidad, el miedo a dejar a los seres queridos
sin protección y el terror a lo desconocido, pero estaba latente la nobleza
bajo el poncho de dama guerrera.
El día que Jeremías
murió había gorriones que volaban por las callejas donde se consumían las
mieses. Acudieron a despedirlo sus amores antiguos, Nicolás y Carlota, Elemir,
tan viejecito como él, todos los hijos postizos que educó y Melanie, su
compañera de lágrimas. La cara iluminada por la blancura de su alma parecía
sonreír a los descendientes que arrastraban su catecismo de consejos y
atenciones. Quizá hubiera tenido que llover en el instante del adiós para
corroborar su trayectoria, como dicen en el campo, pero el aguacero llegó al
otro día con las fiestas patronales.
La abuela francesa, de Luján Fraix
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