“No hay medicina que cure lo que no cura la felicidad.” Gabriel G. Márquez

 




“Luchad para vivir la vida, para sufrirla y para gozarla. La vida es maravillosa si no se le tiene miedo.”


SIR CHARLES CHAPLIN



Cuando terminé el secundario yo quería ser escritora. Mi madre decía que no era una carrera para seguir y que al menos debía probar con otra cosa. Nunca me obligaron a nada. Yo misma me obligaba. Primero pensé en Letras, luego en Historia y finalmente me decidí por abogacía.

En la década del 80 había muchos problemas en Argentina y yo quise ir a la facultad católica porque era un lugar tranquilo. Estudié el secundario en el colegio "Niño Jesús de Praga" de las Hermanas Carmelitas de la Caridad. El ingreso a la facultad católica era muy exigente y teníamos que rendir cuatro materias. No logré pasar y me frustré mucho, lloré demasiado... y me quedé un par de años sin decidirme. Al fin, opté por el profesorado de Castellano, Literatura y Latín.
La Historia quedó pendiente en mi vida y es ahora cuando puedo aplicarla: en las novelas. Siempre pienso en la ficción primero y luego busco un lugar, un espacio en la Historia para empezar a desentrañar esos años, estudiarlos, buscar libros... A veces, simplemente cuento mi ficción en un tiempo o como en este caso sobre el barco que jamás podría hundirse... El coloso.

La historia de El Titanic todos la conocen, pero me gustó saber cómo estaba construido, cómo era su interior, cómo se vestían las damas de la época y también, con dolor, cómo se despedían de sus mascotas.
La vida de Rebeca es muy emotiva y yo, después de corregirla tantas veces, incluso otras tantas cuando la Editorial Autores de Argentina me enviaba las galeras, al final lloraba. Me emocionan los sentimientos tan profundos, la cercanía del amor, las renuncias...



SINOPSIS

Rebeca Cooper Taylor pertenecía a una familia adinerada de Inglaterra. Su esposo y sus amigos, Amy y Carl, le habían preparado una sorpresa ya que no estaba pasando por un
buen momento
de salud: un viaje de placer por el coloso, el barco más grande del mundo, el que ni Dios podía hundir... Rebeca aceptó con la condición de que también viajara su padre Mark Cooper, de ochenta años: hombre de negocios, displicente y austero.
Él, como todo anciano, aferrado a sus afectos, llevaba un baúl del que nunca se separaba porque decía que allí guardaba un tesoro. Con aquella valija misteriosa emprendió la travesía en el famoso Titanic, sin advertir el peligro que provoca la codicia y el egoísmo.
Ese itinerario, mucho antes del naufragio, se transformó en un verdadero infierno para todos; sin embargo, una mujer, la última, pudo rescatar la vida de lo poco que quedaba a salvo.
Una novela de amor profundo y de supervivencia, de valores y renuncias. ¿Cómo enfrentamos una situación límite?
Siempre aparece un ángel.

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La mujer pedía justicia y libertad en aquellos ojos grises. Se notaba, por su aspecto refinado, que no pertenecía a las familias de trabajadores que iban en busca de oportunidades a Nueva York. ¿Qué hacía allí?

El hombre, tosco y malhumorado, la obligaba a permanecer a su lado con ese disfraz de herrumbre que delataba su falta de modales. Ella quería huir. Rebeca la había visto en el comedor de primera clase al principio de la travesía. Aquel era su lugar; sin embargo, permanecía presa y enlutada por la miseria de algún comprador de sueños. De esos hombres que quieren con tanta intensidad como también quitan y abandonan, los que no respetan el amor que juraron defender, los que se olvidan de los derechos, los que roban las ganas de vivir desangrando cuerpos y mentes...

Amelie era una pequeña víctima de la insolencia y de la desesperación de una madre frente a ese mar como bandera, una madre que iba y venía por el barco sin identidad propia y que estaba decidida a todo por escapar de ese hombre sin escrúpulos.

Entre el sueño y la vigilia, los confines de la vida.(Fragmento)

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Rebeca era la mujer que esperaba sanar, al menos por unos días, su alma en aquel viaje inaugural de El Titanic, pero aquello se transformó en la última cena. Podía percibir el ambiente gris a través de alguna palabra, de un gesto de su marido, de la traición... Su amiga se había convertido en la mujer de sus pesadillas y eso la derrumbaba. No podía contarle la verdad. El viaje en barco era otro nuevo obstáculo para ser feliz porque la obligaba a ver las miserias de los otros, como si ella tuviera la culpa de algo.

La mujer fantasma, la que le devolvió los latidos a su triste corazón, se dio cuenta que no le quedaba tiempo porque vio el barco hundido antes de que chocara con el témpano de hielo. (Interpretación de texto)
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La mujer de blanco iba y venía por la cuadra en actitud sospechosa. Se acercó a la reja y miró a Rebeca hablar animosamente con Joseph, y a la niña Amelie. No podía creer lo que estaba viendo y huyó… En esa maraña de rebeldía estaba escondido su orgullo, los celos, la desidia, los ecos de la tragedia. Bajo aquel piélago, más que profundo, había dejado sus ideas ordenadas y hoy no podía materializar las señales, no las comprendía en su totalidad.

“Rebeca con una niña”, pensó.
Caminó hacia una esquina y se acomodó detrás de un puesto de flores. Vestía como al descuido, dejando ver sus piernas pálidas y frías. Qué duro era no reconocerse del todo y perderse por la periferia de una ciudad distante. Pensó que otros tenían la dicha de haber nacido en buena cuna y de gozar, a pesar de las pérdidas, del calor de hogar. Ése que tiene en sus rincones olor a lluvia, a café, a libros y tierra mojada, que conserva recuerdos.

La mujer pensó en volver más tarde por el barrio de Rebeca, no se resignaba, tenía que hablar con ella. Descansó un par de horas y reanudó el camino, pero en vez de ir para Bayham Street tomó otro rumbo. No se dio cuenta, tenía tantas cosas en su cabeza que se olvidaba de otras; sin embargo, era astuta, lo había sido en el barco, no necesitaba manual de ruta. Se sentía fuerte como un roble, veloz y engreída y podía enfrentar al mundo si lo quería…

¿Cómo no iba a hacerse cargo de sus errores? Estaba segura de eso; vivir dentro de una prisión la atormentaba porque no le gustaban las intrigas. Se fue despacio cruzando los brazos y mirando el cielo. En algún lugar cantaban las alondras. (fragmento)
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La Última Mujer
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