Amor de gato---Cuentos de Navidad
Se
llamaba Peter Sócrates.
Solía
arañar los muebles, traer pájaros para jugar, ramas y bolitas de paraíso. Era
inquieto e indiferente. Se escapaba de noche y volvía cuando Julia regresaba de
la facultad. Él sabía que ella cenaba; entonces, Peter se sentaba a su lado y
parecía dormido, pero reclamaba, a su manera, algo para comer.
Era
un gato prestado o “robado” del vecino. Vivía enfrente de la casa de Julia y
todas las tardes, desde la vereda, la miraba con cariño, como observando algo
preciado o quizá armando algún ardid.
Un
día, apareció en la puerta de la cocina.
Julia
lo arropó y él pareció reconocerla.
“Es
una mamá”
Es
que se trataba de un gato carenciado, de esos que van y vienen aunque tengan
techo y comida. La madre de Julia lo echaba y él, porfiado, regresaba para
ligar retos, caricias y hasta baldazos de agua. Pero no dejaba de insistir.
Algo mágico lo ataba con cuerdas a esa casa cálida y amorosa que soñaba…
−El
gato de ustedes no se quiere ir de casa. Lo echamos pero regresa.
−Y
bueno… si lo quieren y no les molesta –dijo la vecina sin importarle demasiado
el destino de Peter.
Julia,
sin culpas, pudo amarlo como se lo merecía y abrigarlo con mantas lanudas en
invierno, dejarlo volar por los tejados y jugar sobre las camas. Peter solía consolarla
cuando ella lloraba lamiendo su pelo, y provocando luego su risa con muecas
locas de gato rubio.
Se
acercaba la Navidad y Julia quería armar el árbol. ¡Qué problema!
Él
era muy observador, la acompañaba, y la seguía en todas sus tareas.
Julia
armó el abeto que tenía en una caja y colocó los adornos a un costado para ir
ubicándolos en las ramas. Él la miraba desde el sillón porque era el vigía
eterno de sus actos. No pensaba, en esos momentos, en salir de ronda.
Cuando
el arbolito estuvo terminado, Julia se dio vueltas, lo miró, y Peter había
desaparecido.
“Mejor,
se ve que no le interesa”, pensó con alivio. Aunque sabía que regresaría a
cumplir con sus trastornadas ideas de derribarlo para jugar.
Pasaron
siete días y Peter no regresó.
Julia
lo extrañó tanto, y hasta lloró sobre los almohadones donde solía dormir. Peter
había salido de noche, por los tejados, como lo hacía siempre, a pelear con
otros gatos o a recorrer baldíos con su instinto salvaje que Julia no podía
reconocer, pero que existía en los felinos desde tiempos inmemoriales.
Y
llegó la Nochebuena…
Ella
y su madre brindaron solas junto al árbol de Navidad, en silencio; no tenían
otra familia, pero eran felices. Muy unidas y compañeras. Añoraban a Peter, y
pensaban en los destrozos que hubiera hecho después de ver las luminarias
multicolores.
Al
otro día.
−¡Feliz
Navidad! ¿Cómo la pasaron? –le gritó la vecina desde el otro lado de la
callejuela.
−Igualmente,
gracias. Bien, sólo que perdimos al gatito. El tuyo y el mío.
−¿El
blanco? –exclamó la vecina asombrada.
−Sí,
el que me regalaste. Le puse Peter de nombre, pero estoy tan apenada porque se
fue y no regresó. Ya no creo que vuelva. Pasó demasiado tiempo.
−Peter está en mi casa –aseguró la vecina.
−¿Qué?
¿Volvió con ustedes? ¡Qué raro! Se nota que los extrañaba… −agregó Julia con
decepción pensando que no había sido una buena madre.
−Es
que mi perrito Lucas –contó la vecina− está muy enfermo. No sé cuánto tiempo va
a vivir. Peter vino de visita y lo vio. Desde ese día no se mueve de su lado.
Le tuve que armar una cama junto a Lucas. Su cara de tristeza es infinita.
Vivieron juntos, fueron hermanitos, muchos años.
Julia,
al escuchar la historia, no pudo contener las lágrimas.
Peter
no podía haberla abandonado con todo lo que lo amaba.
Peter
era un niño bueno.
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