Aluen (luz de luna)


 

Entre las sombras de los pasillos y las habitaciones casi vacías de la iglesia, una respiración entrecortada detrás de un sentimiento de absoluta indiferencia, parecía merodear en busca de noticias. Era la bruma que no se dejaba ver, el vigía de almas y de cuerpos, el que quería absorber la sabia resurrección de alguien que le pertenecía y que no podía tener a su lado.

El tiempo volaba como las aves en el sur, entre los pocos árboles y la vegetación austera. Había demasiado odio escondido en los fogones y deseos de arremeter con la paz. Eran años bravíos de nacimientos y muertes, cuando los días parecían siglos y había que amarrarse a las cosas simples de la vida para no morir de angustia ante la falta de proyectos o de futuros. El mañana era sólo una palabra, se vivía el presente con la convicción de que en la madrugada otro gallo podría dejar de cantar. Nadie quería curar lo negativo de lo impredecible porque estaban condenados a mirar el mismo cielo hasta agotar las fuerzas y hasta llegar a ancianos sin saber los reveses del destino.

El padre Hilario lo sabía y le temía a la muerte, a pesar de ser un religioso; necesitaba quedarse de este lado del camino, aunque pisara tierra seca y estéril. Quería abrigar a Pedrito, verlo crecer, jugar con él y abrazarlo.  No era posible ni en sus oraciones y eso lo debilitaba dejándolo confundido, con la cabeza como una piedra y el cuerpo tieso cargado de morrales.

“Será el reuma”, pensó cuando se levantó despacio del reclinatorio y sintió un pinchazo, como de aguja, en la cintura. Luego vino alguien y lo arrastró hasta el cuarto, lo encerró con llave y, antes de escapar, revisó todas las habitaciones. Esa sombra antiquísima buscaba a alguien que no pudo hallar; tenía el pelo suelto y parecía loca.

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ALUEN (luz de luna)

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