Buenas y Santas... Los hijos olvidados

 


Doña Emma había reunido a toda la familia en la sala porque había tomado una determinación y se lo quería comunicar a todos. Entró Remedios llevando el cesto de planchado y la patrona le clavó la mirada.

‒A ti también te interesa lo que voy a decir. Quédate.

‒Como diga, usted.

Doña Emma, por un momento, cerró los ojos y volvió a soñar con esa casa dulce y tibia, en la que la luz entraba por las flores bordadas del visillo. Vio a su madre, siempre de negro por el fallecimiento de su padre, con aquella sonrisa que era un pozo de lágrimas. Repasó su vida de hija cuando formaba parte de esa familia y vivía a su amparo; aquella muerte lenta de doña Rosario cuando se fue como una paloma que emprende sin ruido el vuelo. Ella la amaba a pesar de que había sufrido mucho, pero no era consciente de que estaba obrando con Felicitas de igual manera.

‒Quiero comunicarles a todos, especialmente a mi hija, a quien adoro, que he decidido que nos iremos a Francia por un tiempo. Eso nos hará bien a las dos, nos despejaremos de los problemas.

‒Yo no voy a ninguna parte‒dijo Felicitas desesperada.

‒Ya está. No te casarás porque ya has humillado a la familia Neder hasta el hartazgo pero tampoco nos quedaremos acá para que la gente nos señale. Tú has perdido el sentido de la moral: primero Neder, luego Pelayo y finalmente el capataz. ¡Qué descaro!     

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BUENAS Y SANTAS...
Los hijos olvidados
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