"Una mujer debe ser dos cosas: quien ella quiera y lo que ella quiera". Coco Chanel
Una mujer en el siglo XlX al gobierno de una propiedad era una doncella huérfana que caminaba por las espinas de un terreno aciago y palpaba despacio los contornos. No podía permitirse un respiro porque debía estar al acecho, igual que una fiera que va a ser enjaulada con excesiva velocidad.
Melanie Bourdet Chabot lo sabía y es por ello que tenía que recobrar el vigor necesario, después del fallecimiento de Rodolfo, para hacer frente a la oposición con la rectitud de siempre y así lograr su objetivo principal: criar a los hijos y saldar las deudas.
No quería tampoco que ese carácter compasivo se viera afectado por la rudeza del personaje que debía interpretar para enfrentarse con los hombres. No obstante, sabía muy bien que su actuación resultaría perfecta y que nadie se daría cuenta de que su antifaz era una postura de alguien sensible y humano. En ese refajo interior de tela rígida, con armadura metálica para ahuecar la falda, existía un ser viviente que no quería ser manipulado por nadie.
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Doña Francisca jamás buscó persuadir a su hija Melanie sobre los asuntos personales porque sabía que chocaba contra un muro. Ella podía ser cariñosa pero brava, débil pero astuta, un ángel o un demonio. No tenía límites para opinar pero ponía distancia; respetaba al otro para continuar la camaradería; entendía que no debía juzgar la poca resistencia y la escasa virtud para seguir las leyes.
Melanie era amada por sus hijos y vecinos en un territorio demasiado machista que tal vez buscaba el principio de su ruina. Ella, quizá, podía adivinarlo pero había demasiados valores en juego: recato, honestidad, humildad ante los grandes, soberbia con los depredadores y fidelidad a sus raíces.
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