"La Peregrina"

 

Al mismo tiempo creer en La Peregrina a don Augusto le daba alergias.

Aquella esclava de los hechizos vivía frente al óxido de los ataúdes, enredada en cordones de zapatos tejidos con cabellos humanos, morteros y lámparas de aceite. Su risa era curiosa, tal vez irónica, en su boca casi sin dientes. Pero la batalla siempre la ganaba doña Josefa quien creía ciegamente en los dones de esa sanadora ambigua.

A menudo, se abandonaba a sus ritos ancestrales los días de tormenta. Detrás del trueno el viento seguido por el rayo que partía la tierra.

−¡Voy a emprender una difícil y larga travesía! –gritaba La Peregrina aterrada por el miedo de morir ante el castigo de los dioses.

El huracán azotaba la vieja casa y volaban los objetos: libros de magia, colmillos de marfil, ollas negras con jarabes de hongos y fotografías castigadas con elementos punzantes y agujas de acero.

Invocaba al fuego para redimir sus actos e imaginaba que incendiaba los recodos con hambre de venganza. Ella se ocultaba bajo el edredón de plumas y no se dejaba vencer, sino purificarse, vaciar su cuerpo de energías negativas para quedar pulcra y volver a empezar.

Luego llegaba el silencio fantasmagórico que inundaba las calles de tierra, enmudecía las voces y apagaba los ecos en una noche clara que parecía día.

−Ave María Purísima –saludó el verdulero que llevó en su carro a La Peregrina a la chacra de Josefa Ulloa.

−¡Calla! ¡No nombres a Santos! ¿Mírame qué soy?

−Una vieja.

−¡Paparulo, espérame que ya vuelvo! –lo insultó al pobre comerciante que le hizo el favor de llevarla hasta el campo con el frío del invierno y el poco tiempo que tenía…

Doña Josefa, cuando la vio, se le iluminaron los ojos y don Augusto, desde los galpones, golpeó el puño contra la pared. No le gustaba esa mujer, la consideraba una farsante, una impostora, que buscaba rédito económico o llevarse algunos pollos. Su esposa, por una extraña razón, la quería y también la protegía.

(Fragmento de novela)

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