LICIA-Hermana mía (Cap II Louise Héland 1era parte)






II

LOUISE HÉLAND




Por los Campos Elíseos…

La señorita Louise Héland dio una vuelta por una de las calles inhóspitas de París caminando muy despacio mientras iba pensando que unos mirabeles y un trozo de pan eran poca comida. No tenía para más. Por lo general, después de dar una vuelta por el mercado en las tardes, cuando no conseguía que nadie le diera algún alimento, se veía obligada a recoger lo que quedaba bueno de los residuos. El olor a carne cocida le perforaba el estómago. Todas las mañanas unos carruajes en forma de cofres, con doble chapa, se detenían delante de las portadas y se llevaban las sobras de las fondas. Louise pasó por una tienda, cuya dueña vendía los residuos que salían de Las Tullerías. Se ocultaba de vez en cuando para que la dejasen seguir entrando en los almacenes de barrio por donde merodeaba a menudo sin comprar nada.

Aquella tarde solamente vio a un anciano que olfateaba un plato de pescado revuelto con huevo. Salió de allí rápidamente porque el aroma a frituras le hacía mal. Caminó por los Campos Elíseos sin rumbo fijo; estaba angustiada. Veía a las mujeres elegantes con los peinados iluminados con harina de arroz y las mantas de paño sobre los hombros y pensaba en lo injusta que era la vida. De pronto, en un portal vio algo que se movía… Entre la vasta línea de los bancos, ciertos caballeros fumaban en pipa de arcilla y en la esquina había dos columnas llenas de carteles que semejaban trajes de arlequín por sus cuadros de varios matices.

Louise, casi una solterona, resentida y amarga, se acercó despacio a aquel bulto de ropa. Lo tocó y apenas tembló… Miró a un lado y a otro para asegurarse de que no la estuvieran observando. Era un niño olvidado. Se quedó turbada. No sabía qué hacer; en un primer momento intentó huir pero luego pensó que alguien superior le había dejado un mensaje y así lo interpretó. Levantó al niño con un gesto de extenuación y casi sin oír los murmullos escapó como si fuera una ladrona. Pisaba tierra firme arrebatada por la idea febril de que el destino había hecho justicia y la había premiado por todos los males que había padecido. Tenía la ingenuidad de un infante y la confianza de un guerrero. Sus ojos hundidos brillaban y el cuerpo frágil flotaba dentro de la túnica de lino. Su rostro, surcado por profundas arrugas, parecía contraído por un deseo inconfesable o por una eterna tristeza.


La señorita Louise pensó que la dueña de la casa donde vivía no iba a aceptarla con un recién nacido y menos que acababa de recoger de la intemperie. La vivienda pertenecía a Madame Delfine Blanduriet y estaba situada en la parte baja de la calle de Santa Genoveva. En ese barrio abundaban las casas de huéspedes y los asilos. Miseria y desolación. La fachada del lugar daba a un jardín con una puerta desvencijada que comunicaba con una calleja. Por allí entró Louise para no ser vista. Era una puerta falsa cubierta de arena con geranios, adelfas y granadas que crecían en tiestos de loza.

El niño comenzó a llorar y ella, desesperada, corrió hacia la alcoba para ocultarlo. No tenía comida ni ropa para cubrirlo. ¿Qué haría? Lo recostó en el camastro y lo destapó… Pudo observar que se trataba de una niña con ojos azules que la miraba sin ver detrás de sus lágrimas. Louise, quien era severa a fuerza de todas las afrentas vividas, se conmovió porque sintió en lo profundo de su ser que aquella criatura se encontraba más sola que ella y que la había elegido para caminar a la par.
‒¡Silencio que nos echarán a las dos!‒le dijo a la beba que entrecerraba los ojos de cansancio‒. ¿Cómo os llamaré? Ya pensaré algún nombre bello.

Louise sabía que no debía quedarse con la niña pero devolverla no era una buena idea tampoco. Le harían muchas preguntas y no tenía ganas de confrontar con nadie. Salió al recinto que comunicaba con un comedor separado de la cocina por una escalera cuyos peldaños eran de madera rústica. Le resultaba triste ver aquellos muebles tapizados de crin color mate. En el centro había un velador de un solo pie cuya piedra era de mármol belga adornado con una bandeja de porcelana con filetes de oro gastados.
‒¿Dónde vais?‒escuchó una voz que la dejó paralizada.
‒A la cocina a tomar un poco de leche.
‒¡A esta hora!
‒Es que me dio un poco de hambre.
‒¿Por qué no lleváis una galleta?
‒No, necesito leche‒dijo la señorita Louise aterrada por el interrogatorio de Madame Delfine quien, desde el sillón principal, la miraba con curiosidad por encima de los espejuelos.



---LICIA.Hermana mía---