LICIA-Hermana mía (Cap II Louise Héland 1era parte)
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LICIA-Hermana mía---Luján Fraix
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Luján Fraix
Luján Fraix
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mayo 20, 2020
II
LOUISE HÉLAND
Por los Campos Elíseos…
La
señorita Louise Héland dio una vuelta por una de las calles inhóspitas de París
caminando muy despacio mientras iba pensando que unos mirabeles y un trozo de
pan eran poca comida. No tenía para más. Por lo general, después de dar una
vuelta por el mercado en las tardes, cuando no conseguía que nadie le diera
algún alimento, se veía obligada a recoger lo que quedaba bueno de los
residuos. El olor a carne cocida le perforaba el estómago. Todas las mañanas
unos carruajes en forma de cofres, con doble chapa, se detenían delante de las
portadas y se llevaban las sobras de las fondas. Louise pasó por una tienda,
cuya dueña vendía los residuos que salían de Las Tullerías. Se ocultaba de vez
en cuando para que la dejasen seguir entrando en los almacenes de barrio por
donde merodeaba a menudo sin comprar nada.
Aquella
tarde solamente vio a un anciano que olfateaba un plato de pescado revuelto con
huevo. Salió de allí rápidamente porque el aroma a frituras le hacía mal. Caminó
por los Campos Elíseos sin rumbo
fijo; estaba angustiada. Veía a las mujeres elegantes con los peinados
iluminados con harina de arroz y las mantas de paño sobre los hombros y pensaba
en lo injusta que era la vida. De pronto, en un portal vio algo que se movía…
Entre la vasta línea de los bancos, ciertos caballeros fumaban en pipa de
arcilla y en la esquina había dos columnas llenas de carteles que semejaban
trajes de arlequín por sus cuadros de varios matices.
Louise,
casi una solterona, resentida y amarga, se acercó despacio a aquel bulto de
ropa. Lo tocó y apenas tembló… Miró a un lado y a otro para asegurarse de que
no la estuvieran observando. Era un niño olvidado. Se quedó turbada. No sabía
qué hacer; en un primer momento intentó huir pero luego pensó que alguien
superior le había dejado un mensaje y así lo interpretó. Levantó al niño con un
gesto de extenuación y casi sin oír los murmullos escapó como si fuera una
ladrona. Pisaba tierra firme arrebatada por la idea febril de que el destino
había hecho justicia y la había premiado por todos los males que había
padecido. Tenía la ingenuidad de un infante y la confianza de un guerrero. Sus
ojos hundidos brillaban y el cuerpo frágil flotaba dentro de la túnica de lino.
Su rostro, surcado por profundas arrugas, parecía contraído por un deseo
inconfesable o por una eterna tristeza.
La
señorita Louise pensó que la dueña de la casa donde vivía no iba a aceptarla
con un recién nacido y menos que acababa de recoger de la intemperie. La vivienda
pertenecía a Madame Delfine Blanduriet y estaba situada en la parte baja de la
calle de Santa Genoveva. En ese barrio abundaban las casas de huéspedes y los
asilos. Miseria y desolación. La fachada del lugar daba a un jardín con una
puerta desvencijada que comunicaba con una calleja. Por allí entró Louise para
no ser vista. Era una puerta falsa cubierta de arena con geranios, adelfas y
granadas que crecían en tiestos de loza.
El
niño comenzó a llorar y ella, desesperada, corrió hacia la alcoba para
ocultarlo. No tenía comida ni ropa para cubrirlo. ¿Qué haría? Lo recostó en el
camastro y lo destapó… Pudo observar que se trataba de una niña con ojos azules
que la miraba sin ver detrás de sus lágrimas. Louise, quien era severa a fuerza
de todas las afrentas vividas, se conmovió porque sintió en lo profundo de su
ser que aquella criatura se encontraba más sola que ella y que la había elegido
para caminar a la par.
‒¡Silencio
que nos echarán a las dos!‒le dijo a la beba que entrecerraba los ojos de
cansancio‒. ¿Cómo os llamaré? Ya pensaré algún nombre bello.
Louise
sabía que no debía quedarse con la niña pero devolverla no era una buena idea
tampoco. Le harían muchas preguntas y no tenía ganas de confrontar con nadie.
Salió al recinto que comunicaba con un comedor separado de la cocina por una
escalera cuyos peldaños eran de madera rústica. Le resultaba triste ver
aquellos muebles tapizados de crin color mate. En el centro había un velador de
un solo pie cuya piedra era de mármol belga adornado con una bandeja de
porcelana con filetes de oro gastados.
‒¿Dónde
vais?‒escuchó una voz que la dejó paralizada.
‒A
la cocina a tomar un poco de leche.
‒¡A
esta hora!
‒Es
que me dio un poco de hambre.
‒¿Por
qué no lleváis una galleta?
‒No,
necesito leche‒dijo la señorita Louise aterrada por el interrogatorio de Madame
Delfine quien, desde el sillón principal, la miraba con curiosidad por encima
de los espejuelos.