Tu sillón vacío (Cap 2. María de la Cruz. 2da parte)



La casa con techo plano tenía un cuarto que parecía ser el de María de la Cruz. Afuera, en medio del patio de tierra pisoteado por las gallinas y los pavos, que daba entre la enramada y el palenque, había un galpón chico con un fogón hecho con una llanta de carro y lleno de ceniza. Algunos peones pasaban la noche allí en tiempos de cosechas.

A la distancia, entre la polvareda, que dejaba rastros de luz, se veía una galera.

‒Es mi padre ‒comentó Consolación nerviosa pues recibir a su familia en la sencilla casa la enfermaba a tal punto que no se reconocía, es que sabía que detrás de los abrazos llegaban los reproches.

‒Me crispa los nervios llegar a esta granja ‒dijo don Pedro.

‒Dices que tienes corazón sólo porque sientes sus latidos.

‒¿Piensas que no la quiero a nuestra hija?

‒No haces esfuerzo por demostrar afecto ‒respondió doña Asunción.

‒Es que me molesta todo.

‒Padre, es nuestra hermana. Dios sabe cuántas veces ha caminado bajo los olmos en la oscuridad ‒murmuró Gertrudis.

‒¡Es lo que eligió! ¡Si sufre no es mi problema!

Camila era la madrina de María de la Cruz y le había traído de regalo un vestido esponjoso de encajes franceses. Camila, suave y dócil, amaba a la niña como si fuera su propia hija; tenía deseos de protegerla porque sentía que Consolación, a pesar de ser su hermana mayor, se hallaba a la intemperie, huérfana. Es que don Pedro no la apoyaba en nada. Camila veía, por momentos, a Consolación algo dispersa y a Celestino callado, eso le daba temor.


‒Al hombre hay que amarlo por sus sentimientos, por su corazón… No importa si tiene dinero o buen apellido ‒decía Camila frente a las hermanas que pensaban diferente.

Don Pedro y su esposa Asunción se bajaron de la galera con sus hijas arrogantes y todo el glamour de su poderío. Celestino los miró de lejos y supo que su tranquilidad estaba en peligro porque el soberbio hombre de negocios no dejaba de mostrarse molesto y hasta incómodo en la modesta casa. Celestino Peña se ofendía muchísimo y hasta llegó a negarle el saludo más de una vez, pero jamás lo mencionó en ninguna charla. Era muy respetuoso. No quería herir a nadie; ésa era su premisa aunque un batallón de insensibles le pasara por encima.

‒Miren que pronto va a oscurecer… ‒comentó Consolación con cierta ironía, completamente fastidiada ante la llegada intempestiva de su refinada familia. No pensaba que vendrían todos, solamente esperaba a Camila.

‒Hija, felicidades.

‒Gracias, pero no tenían que molestarse en venir hasta la granja.

‒Nada. Dile a Celestino que apure el paso que se le viene la noche ‒exclamó, entre risas, don Pedro.

‒¡Papá, por favor! No lastime con sus palabras. A usted nadie lo molesta. Yo decidí mi futuro.

‒Sin mi consentimiento.

‒Bueno, cálmese, padre. No es momento de reproches ‒dijo nuevamente Consolación con un miedo terrible de que Celestino escuchase aquellas palabras ofensivas; sin embargo, él, detrás de la puerta, había oído la conversación y sentía un dolor precordial que lo asustaba.

Celestino estaba condenado a la discriminación eterna de un suegro intransigente que no poseía un gesto de humildad frente a quienes no habían llegado a sumar riqueza. Él se encerraba en ciertos mandatos institucionales, se hallaba preso en pautas establecidas y rígidas que se inclinaban hacia conductas generales. 



Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-