Las solteras
Camila
iba y venía por la sala. Recordaba que Hipólito le había dicho que en dos días
se iba para Arribeños. Imaginaba un
mundo descalzo donde los cuerpos florecían cuando los iluminaban las palabras
de amor, los abrazos, entre besos de lágrimas y estallidos de risa. Todo un
paraíso. El que no conocía pero que deseaba con toda su alma. Le retumbaba la
voz de Hipólito, su partida, y luego el mutismo contenido de polvo en medio de
una carretera solitaria. La frialdad de la pobreza no le importaba, la veía en
la casa de Consolación y eso era suficiente. No quería pararse al borde de la
nada y quedarse con las manos vacías porque sabía que otro hombre, cualquiera,
el que su padre eligiera, pondría una sortija en su dedo y ella tendría que
querer por los ojos que era lo más difícil.
‒Baja
a la tierra ‒le decía Tadea.
Camila era demasiado humana para cubrirse de arrugas a destiempo. El azar le ofrecía una sola vía: el amor verdadero.
**