La última mujer (Cap 3 Magnates y Banqueros-2da parte)
Cuando
Harry vio la nota no entendió; pensó en las tantas locuras de su hijo.
Evidentemente, tenía a quien salir. No le dio demasiada importancia porque
recordó que le había contado, días antes, que su padre se iría de viaje en el
coloso. Creyó, al pasar, que Mark lo había invitado y hasta lamentó, con
resentimiento, de que no lo haya hecho con él. Luego, reflexión por medio,
llegó a la conclusión de que era mejor haberse quedado porque no se llevaba
bien con su hermana Rebeca y menos con el aristocrático pedante del marido.
‒Ay,
Alan, sí que eres loco ‒murmuró entre el humo del cigarro‒. Vamos a ver qué le
traes a tu padre.
Harry
se recostó en una especie de camastro y se quedó dormido. Al rato, gritó entre
sueños:
‒¡No!
***
Cuando
todo estaba listo para partir del puerto de Southampton, una huelga de mineros
del carbón-que peleaban por conseguir un salario mínimo-impidió el
abastecimiento y hubo que postergar la salida. Para juntar las seis mil
toneladas necesarias para mover la nave, los empresarios de la White Star
debieron apelar a los sobrantes de carbón que quedaban en los depósitos de los
barcos que acababan de llegar y se encontraban en proceso de descarga.
Superado
ese escollo, en el mismo momento de la partida-el mediodía del 10 de abril-hubo
otro episodio considerable: la poderosa succión de las hélices del Titanic rompió las amarras del buque New
York, cuya popa derivó rápidamente hacia el Titanic.
Sólo las maniobras del capitán Edward Smith y de los remolcadores que lo
guiaban pudieron evitar el choque.
A
pesar de los bombos y platillos con que anunciaron su viaje inaugural para
primera y segunda clase se vendió menos de la mitad de los pasajes y para
tercera no se llegó a dos tercios de su capacidad.
Algunos viajeros como Astor, quien estaba de luna de miel con su segunda esposa, poseían grandes fortunas: el magnate minero Benjamín Guggenheim, Henry Harry`s, fundador de la tienda Macry`s, Isador Strauss… También hubo ausentes como el banquero John Pierpont Morgan y el rey del acero Henry Clay Frick, quienes habían hecho reservas pero luego las cancelaron.
Rebeca
no dejaba de admirar el glamour de las damas y de los caballeros que circulaban
por el andén. Agradecía haber tomado la decisión de formar parte de esta
experiencia inolvidable. Su mirada ávida de saber recorría aquellos cuerpos
envueltos en tejidos combinados con faldas rectas y sobrefaldas. Los vestidos
llevaban cintas que cruzaban en la espalda con encajes, botones, frunces y
volantes.
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