La última mujer (Cap 3 Magnates y banqueros 3era parte)
‒Permiso ‒dijo
una dama con un sombrero inmenso y llamativo que tenía plumas costosas de
avestruz.
‒Mira ‒le
comentó Amy.
Se
acercaba una señora con un clásico traje sastre de sarga oscura con adornos de
terciopelo y cuello de piel de pantera muy de moda en París.
‒Se
usa también la chinchilla de pelo plateado y hasta el zorro negro ‒dijo Rebeca
extasiada frente a ese desfile de modas de la alta sociedad.
‒¡Vamos! ‒exclamó
Wilson tomando del brazo a Rebeca para subir a la nave entre el gentío, el
alboroto, los gritos y saludos de despedida‒. Ya verás a todos ellos en el
barco cuando nos inviten a alguna de sus tertulias o fiestas.
‒No
es maravilloso, amiga.
‒Es
único.
Mark
se mantenía alejado de ellos y de la multitud. Se sentía viejo, cansado y
aburrido. Ya nada podía sorprenderlo, estaba de vuelta de la vida.
‒¡Papá,
no se quede atrás! ‒le gritó Rebeca.
‒Sí,
hija. No te preocupes.
‒Wilson,
vigila a mi padre que es muy mayor y le puede pasar algo. Entre tanta gente
tengo temor que se pierda o que alguien lo lastime.
‒Ya
está acá, amor.
Mark
los miró con una sonrisa piadosa y el deseo de que la tierra o el agua se lo
tragase. No tenía ganas de estar con gente ni de poner cara de felicidad.
Fingir era una tarea muy difícil para él. Ya se encontraba en el último escalón
de la vida, sin apremios económicos pero, en los últimos años, muy vacía.
‒Es
muy bonito.
‒¡Bonito
es poco, papá! ¡Es alucinante!
‒Hijita,
te mereces mucho más. Disfruta.
‒Gracias ‒respondió
Rebeca y le dio un abrazo apretado a Mark a quien se le nublaron los ojos.
***
Alan
estaba tratando de subir al coloso en tercera clase junto con los inmigrantes
que iban a Nueva York en busca de trabajo.
Todos confiaban en que el viaje por el tumultuoso Atlántico Norte no sería arduo. Con sus dieciséis compartimientos herméticos, el notable buque era el reflejo de las más avanzadas técnicas de ingeniería. Para Alan era un trámite haber logrado subir. No le importaba la gente, ni las comodidades que, en tercera clase, para él era dignas de destacar. Quería llegar hasta su abuelo y apoderarse de la valija lo más rápido posible. Después, al llegar a destino, se ocuparía de otros asuntos. Lo importante era que estaba allí y que había logrado, con el poco dinero que le había dado Mark, subir a la nave sin ser visto y sin problemas.
Estuvo
recostado el día entero en la penumbra del camarote, tranquilo y algo contento,
notó cómo le iban desapareciendo el frío y el cansancio y se abandonó con
deleite a la cálida sensación de seguridad. Escuchó el correr del viento en
ráfagas caprichosas y pensó en la vida de los ricos, de los que gozaban de su
suerte en primera clase. Los envidiaba, le parecían frívolos y déspotas. Su
resentimiento aumentaba y también el
desamor por su familia. Nunca los quiso. Era evidente que recibió la mala
influencia de Harry, su padre, que se aisló de ellos para hundirse en su propio
abismo.
Quien lo tiene todo a veces
es muy pobre.
Se
quedó dormido y soñó con Francia, con las playas doradas y el gozo de ser un
Cooper. Vivir a lo largo de las costas y sentir el rugido de las olas contra la
rompiente.
Las
nubes se levantaban sobre la nave como montañas y la costa era una larga línea
negra. El agua, de un azul profundo, se confundía con el cielo que se dejaba
ver a intervalos.
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