Tu sillón vacío

 


Camila miró por la ventana como lo hacía siempre todas las mañanas. El cielo estaba gris, aún faltaba para la primavera.

Agosto es el mes de los vientos, en agosto se van los viejos… solían decir.

Los carruajes particulares eran arrastrados por yeguas y caballos de raza, de pelo satinado y reluciente. Uno de ellos solía merodear la casona una vez por mes y se detenía unos minutos para continuar al rato con paso cansino.

‒Señora, don Asencio le pide que vaya a verlo ‒le dijo Trinidad con voz suave como apesadumbrada y temiendo ser oída por alguien.

‒¿Cómo no se fue a hacer las visitas de todos los días? ‒preguntó Camila con asombro y luego se arrepintió. Nadie sabía que dormían en aposentos separados, aunque era demasiado obvio por la distancia que existía entre ellos. Las criadas, de todas formas, preferían callar por discreción‒. Ya voy.

Cuando abrió la puerta del cuarto, lo encontró sumido en una oscuridad sepulcral. La manta de vicuña le tapaba los ojos y se notaba su palidez. Al incorporarse, mostró la arrogancia de su porte que se reflejaba en la entereza de su alma. Defendía la verdad y podía decir con orgullo que nunca había mentido. Era impetuoso, resuelto, intransigente, en la defensa de su honor. Honrado hasta la médula, llevaba su culto a la virtud detrás de su hombría de bien. Amaba a Camila pero había cometido el error de aceptar el trato de no molestarla con requerimientos amorosos.

‒No me siento bien.

‒¿Qué tienes? ‒preguntó Camila preocupada.

Él, al ser médico, conocía a la perfección las dolencias peligrosas y eso era peor que si hubiera vivido en la ignorancia como muchos.

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TU SILLÓN VACÍO
La Revolución de Mayo-1810

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