LICIA. Hermana mía

 


La señorita Louise pensó en cada uno de ellos y no se le ocurrió con cuál podría entablar una amistad para que alguno pudiera ayudarla a esconder a la niña. Entró a la alcoba donde la criatura dormía. La despertó para darle la leche y la niña le sonrió; sus manecitas tomaron las suyas y nuevamente Louise comenzó a llorar.
En esa soledad en la que se hallaba inmersa por circunstancias tristes de la vida, la beba era su salvación. Sentía que ese regalo la acercaba a un Dios que la había desamparado y no podía claudicar. Ella era una mujer sola; hubiera querido volver a su pueblo a desenterrar raíces y buscar sus orígenes, la savia de las vides y el aroma de las naranjas que corría por su sangre pero había decidido, en su momento, ir a la ciudad porque no tenía nada que perder. Era huérfana. Sabía que su herencia había quedado escondida en cada surco, en el néctar de las flores y en las brumas de la tierra roturada. Ellos eran sus progenitores tras el velo de los años que, como alas de pájaros, habitaban las neblinas entre las voces olvidadas, con la bóveda celeste como testigo y cómplice de la memoria.

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