Tacones rojos

 


‒¿Qué le sirvo? Hay buñuelos y pastelitos fritos bañados con miel de caña.
‒Un té. Tengo el estómago cerrado. Usted comprenda; toda una vida en la casa de mis padres con mis hermanas. Es un cambio muy grande para mí.

‒Sí, pero usted lo eligió. Yo siempre creí que el señor doctor se iba a quedar solterón. Es un hombre grande y usted parece su hija. Perdone si la ofendo pero se la ve joven y, a pesar de su aparente tristeza, sus ojos todavía brillan…
‒No todo lo que reluce es oro, Trinidad. Se puede ser joven y estar viejo por dentro, por donde se mire, llevar demasiada quietud en el alma.

‒¿Y eso por qué?
‒Por la vida y su entorno, por la crianza y por un padre autoritario que por querer el bien de un hijo no se da cuenta que solamente busca el bien propio. Eso es egoísmo. Desoír el verdadero amor, obligar a acuerdos matrimoniales por negocio o posición social, pensar en el afuera y en la gente que teje y desteje. Eso si no te envían a un convento antes de los veinte años.

‒¿Y las negras? Estamos condenadas a ser lavanderas, amas de leche o criadas. Todos tenemos una cruz que cargar, no crea…
‒Sí, es cierto.
De pronto, se escuchó un ruido de bastones y alguien que venía fatigosamente arrastrando los pies.
‒Es doña Amalia‒dijo Trinidad.
‒¡Quién es esta mujer!‒gritó la anciana mirando a Camila con ferocidad.

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Tu sillón vacío
La Revolución de Mayo
-1810-