Querida Rosaura (Cap I, 1era parte)
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Querida Rosaura---Luján Fraix
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Luján Fraix
Luján Fraix
a la/s
noviembre 22, 2019
Tal vez, hubiera querido no haber
nacido. Nunca lo dijo, pero sufrió tanto en la vida que ese itinerario hacia un
paraíso no deseado pudo haber sido un alud de turbulencias frente a un sórdido
calvario. Desde la niñez hasta su
muerte, con la que peleó a brazo partido sin treguas, a la que le habló como
una amiga y también como una enemiga, fue siempre pasional, emotiva,
sentimental, conmovedora… Ella dejó un vacío insostenible, una presencia que
mira con sus ojos verdes las almas que abandonó de este lado del camino, sin
querer, obligada por un Dios al que tanto amaba.
Transcurría el año 1923 en
Argentina con la presidencia de Marcelo T. de Alvear, quien continuó con la
política de su predecesor Hipólito Irigoyen. Los chacareros formaban
cooperativas agrícolas como una manera de enfrentar las posibles crisis
económicas. La comunidad ferviente sentía pasión por el progreso porque sabían
que podían contribuir a enriquecer el país.
Una mirada atenta sobre el campo
argentino en el período de entreguerras advertía que los fenómenos sociales y
económicos que lo afectaban o que en él se produjeron tuvieron una intensidad
que lo distanciaba de la casi inalterada previsibilidad del medio siglo
anterior. Sucesos tales como huelgas de arrendatarios o peones cosecheros, o
procesos complejos como las caídas de los precios del cereal, la transformación
tecnológica y laboral o la reducción notable de los puestos de trabajo producto
de crisis de empleo, suscitaron la atención de todos. Sin embargo, esta
dinámica conflictiva del mundo rural estaba ausente de las imágenes que el
Estado y buena parte de la sociedad reproducía entre quienes no tenían una
participación directa en tales fenómenos.
En ese crisol, los chacareros
parecían artífices de un futuro lóbrego; sus caras negras por el polvo de todos
los caminos se encendían… Se veían lustrosas frente al sol que delineaba sus
contornos de tinta. Estaban atrincherados frente a un vacío que les complicaba
las ideas con sus razones incendiarias. Todos los llamaban gringos, casi de
manera despectiva.
La casa era modesta de ladrillos
rojos y tenía una galería sostenida por columnas de hierro con varas de lienzo
tejidas. Se veía desde el llano sobre el albardón. El cielo se emparentaba con
el horizonte curvilíneo: una pampa atestada por la hierba reseca a causa de las
sequías. Había una extensión de tierra que parecía un parque en donde se veían
macetas, malvones, un naranjo, patos, gansos, caballos y un burro, además de
las vacas que comían el pasto… El fanal sesgado ante las rejas mostraba su
voluta azulada. La higuera patriarcal desdibujaba el contorno del telar con sus
husos y pedales y mostraba la identidad de su dueña, su destreza. El molino
musitaba su dialecto anodino y dejaba los años grabados en esos murmullos de
mula por la montaña mientras las gallinas picoteaban las margaritas y marcaban
huellas en las siestas de verano cuando el loro Pedrito hablaba sin parar. En
esa armonía de colores, la piel emergía de su estatismo para incubar sueños en
cada espiga, semillas en el corazón mismo de la penumbra, piélagos en la luna…
En ese hogar no había espacio para
el recreo porque había que trabajar para ganarse un lugar con el dilatado
coraje que daba la avidez de las promesas. Sus moradores dejaban en el alma de
quienes los conocían marcas indelebles de virtud y de moral tomadas de la
dignidad de sus ancestros que con perseverancia y resignación pudieron hacer
frente a los cambios.
Rosaura vivía allí con sus padres
Magdalena Shalli, Juan Waner y su hermano Juan José. La niña había nacido a los
siete meses, pero gozaba de buena salud a pesar de que la medicina aún no
contaba con los recursos necesarios para atender los imprevistos o situaciones
que escapaban de lo común. Rosaura, rubia de ojos transparentes, en la cuna de
madera con ruedas de carrito medieval, parecía pilotear una nave en medio de un
mar bravío. Era una beba inquieta con un carácter extraño mezcla de rebeldía y
sumisión. Todavía no sabía del abolengo y de la pobreza, de la salud y de la
enfermedad, pero se rebelaba con sus gritos y sus uñitas de gato que arañaban
los barrotes de su cuna alba. Era una criatura que llegaba para servir… ¿A quiénes?.
En esa rara orquesta de violines,
la noche suspendida le regalaba las estrellas a una espiga que renovaba las
promesas.
Muchos ojos la miraban desde arriba
como si esas personas vinieran desde un cielo bendito a despertar la vocación
de grano y el sacrificio sin tregua.
-¡Qué bonita!-decían las tías
solteras tan frías y ausentes que la maternidad les resultaba algo molesto y
lejano, con demasiadas responsabilidades y poca libertad.
Continuará...
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