Querida Rosaura (Cap I, 2da parte)
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Querida Rosaura---Luján Fraix
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Luján Fraix
Luján Fraix
a la/s
noviembre 23, 2019
En la humilde casa recibían a todos
los familiares sin distinción de clases sociales; Magdalena y Juan eran
sociables y repartían sus horas entre juegos de naipes, reclamos de trabajo,
noches con velas encendidas frente a un campo inhóspito y santo. Lo raro era
que, por decisión de Magdalena, no aceptaban visitas de extraños por temor a
ser discriminados. La pobreza dibujaba sus trazos entre los goces del silencio.
El tiempo solía ser cruel frente a
las necesidades de cada uno porque nadie les regalaba nada; luchaban frente a
enemigos que hablaban idiomas diferentes: la sequía, los gobiernos, la
ignorancia, la facilidad para mentir, el menosprecio… La pampa parecía cubrirse
con un tapete funerario que se extendía hacia el poniente sepultado por el hollín
de los fogones.
Magdalena tenía varias hermanas que
residían en un pueblo pequeño llamado San Jerónimo Sud. Ellas vivían en una
casona con los padres Isabel San Piero y José Shalli, quienes habían venido de
Italia con la finalidad de encontrar refugio y trabajo. En la Argentina habían logrado
más de lo que esperaban: fortuna, un apellido ilustre, la manera de ocupar un
lugar en una sociedad difícil con pocas oportunidades y muchos obstáculos. En
esa casa vetusta destilaban el vino de la alegría turbados por la ambición, la
opulencia y el sabor amargo de la abundancia.
José era un dictador, deux ex
machina, de allí venía el genio de sus hijas; las facciones duras lo convertían
en un caballero de temer, muy inteligente para los negocios pero demasiado
soberbio con las personas del lugar. Con su esposa Isabel hablaban en italiano
todo el tiempo, en especial cuando se enojaban entonces nadie entendía nada.
-¡Pietá!-gritaba Isabel cansada de
los autoritarios modales de su esposo.
Ella tenía sesenta años pero
parecía de noventa; su cara estaba delineada por surcos y contornos. Los
vestidos largos con botones en la delantera le daban el aspecto de una anciana
sin retorno, con las cenizas de los años sobre su cabeza, sin esperanzas ni
metas. Como si todo lo que hubiera deseado en la vida lo hubiera logrado. Sólo
comía y dormía como los animales que igual son felices, porque vivía a
contramano tratando de hacer escalas entre los diminutos duendes que habitaban
en sus espejos.
Rosaura cubierta de encajes traídos
de Florencia, agitaba sus piernitas que quedaban suspendidas en el aire. Entre
los marcos ovales de los retratos había un acuerdo modelado por algún alfarero
alucinado. La habitación era humilde pintada con cal, el piso de madera y las
ventanas con postigones que se abrían al exterior y dejaban traspasar pequeños
fragmentos de sol. El tío Agustín tocaba el acordeón en el patio trasero con el
traje viejo y el olor a humo de los motores de las cosechadoras.
Magdalena, la mamá, era arbitraria
como su padre; siempre daba órdenes. En ocasiones y ante posibles enemigos que
se acercaban a la granja, Magdalena salía a la intemperie con una escopeta y
tiraba tiros al aire para que los ladrones huyeran del distrito. Era brava
igual que sus hermanas porque sabía que en épocas de hostilidades había que
defenderse sola y hacer justicia por mano propia.
-¡Ellos o nosotros!-solía decir
cuando Juan, su marido, la miraba como quien ve a un insano que no sabe qué
camino tomar y elige el menos indicado.
-¡Miedoso, hombre tenía que ser!
Juan Waner era una persona sumisa,
un alemán de pocas palabras, que no intervenía en los asuntos cotidianos. Iba
al campo en tiempos de cosechas y criaba la hacienda que era la suficiente como
para vivir con dignidad. Sabía muy bien cómo retener las horas que se quedaban
suspendidas cuando se sentaba en su silla a mirar el horizonte con un mortero
de palo en las manos. Nadie podía
imaginar qué pensaba por esos años porque era muy introvertido; una persona
resignada a una vida prestada, sin ambiciones ni egoísmos. Juan era bueno hasta
la médula e incapaz de ofender o de preocupar a alguien de su familia, pero
también era tan solitario que irritaba a Magdalena. Ella, en cambio, gritaba
para ahuyentar la presencia desnuda de las penas que alborotaban los calderos,
en las vertientes, frente al susurro germinal de las siestas.
-¡Es que si no te quejas parece que
no te importa!
-Mujer, no rezongues por lo que no
tiene solución. No llueve… Ya sabes la naturaleza manda, si el gobierno no
ayuda a los campesinos nada se puede hacer…
-Te resignas tan fácil.
-Ésta es nuestra vida y hay que
aceptarla porque te lleva sola.
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