LICIA. Hermana mía



Celine no sabía cómo había llegado hasta la Torre del Temple rodeada de rebeldes que podían arremeter contra ella y José. Consideró un peligro haber pisado aquel suelo; la familia del niño seguramente no se encontraba allí.

De pronto, lo perdió de vista. Miró a la izquierda, y lo reconoció amodorrado con su sonrisa pálida de ángel en el hueco de dos montañas de achicorias. A ras de la acera, sólo había dos faroles que danzaban colgados de brazos invisibles. Celine pensaba en los palacios enormes con una pulcritud de cristal brillando sobre las fachadas. Entre las aristas de los pilares, las escalas de luz subían hasta la línea sombría de los techos.

-¡José!-gritó.

El niño volvió a escapar entre la muchedumbre, atravesó las rejas y los pilares. Una gran campana, en la esquina del pabellón de las frutas, comenzó a sonar. Los carruajes seguían llegando; se escuchaban los gritos, los latigazos, el hierro de los carros... Las casas se perdían en las hileras de las calles atestadas de bullicio; estaban agrietadas y llenas de moho.

-¡José!-volvió a gritar Celine desesperada.