Grito de libertad
Ya era tarde, los diálogos estaban
rotos igual que la cadena de la vida y en ese espacio inmemorial no existía la
claridad del amor porque el quebranto latía más ardiente que nunca; había
regresado a velar los cuerpos guiados por las señales de un destino artífice y
manipulador.
La familia ya se había olvidado de
José porque estaban acostumbrados a despojarse de las cosas y de los seres, sin
inmutarse. Rocío les había enseñado a apagar la luz antes de tiempo.
José Rodríguez se hizo hombre de un
cachetazo sin esperar las disculpas porque Letizia ya no quiso vivir bajo su
mismo techo. En los galpones repletos de aserrín, donde el olor a cuero y a
madera húmeda lo mareaba, solía llorar de impotencia mientras fumaba un cigarrillo
atrás de otro. Parecía un adolescente famélico con cara de soldado y orejas de
murciélago. Estaba irreconocible. El idilio que tenía con la tierra hollada le
parecía estéril porque su pleito con el destino no le dejaba espacio para las
frivolidades. Sabía muy bien que castigaría su cuerpo hasta hacerlo sangrar
como si fuera su propio verdugo; él había cometido un delito pero no sabía
cual.
Eternamente Manuela
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