La Novia rebelde
−¿Hay
misa? −le preguntó a una mujer demacrada que se encontraba en el atrio. Estaba
cubierta por un velo y tenía un pájaro en la punta de su dedo.
−Sí, hay pero no ha llegado nadie.
Úrsula
no quería asistir a ninguna misa; le gustaba la paz del templo, en silencio,
cuando las almas se despiertan amodorradas después del bullicio de los
cánticos. Para ella, ése era el paraíso; allí seguramente se encontraba
Salvador para recibirla. Subió tres escalones, vio el órgano que ella misma
solía tocar en las ceremonias y sintió olor a incienso envejecido por los años.
Penetró en la penumbra y se perdió por un corredor que llevaba al patio. Tenía
la confusa certidumbre de que las palabras brotaban oportunas cuando el Señor
así lo quería. Su espíritu estaba limpio y la sensación de placer que la
embargó cuando llegó a estar en contacto con el verde de aquel patio fue
sublime. Se dio cuenta de que podía contener el temblor de sus manos, se sentía
bien escuchando el rumor que resonaba como la profunda nota de su órgano. Se
dio cuenta de la verdad. Era un milagro, el perfume de su hijo floraba en el
aire. Ella no recordaba que Dolores había derramado sus cenizas en un terreno
al borde de la iglesia; sin embargo, notaba la cercanía en el fondo de ese
lugar de alguna criatura sobrenatural.
“Se
puede vivir sin delirios”, pensó.
*