Buenas y Santas... Los hijos olvidados (Cap 3 Atilio 2da parte)
A.Linch |
Felicitas
se despertó a mediodía. Remedios había entrado a la habitación para ver si se
había levantado porque estaba preocupada. Jeremías apareció, silenciosamente,
con una taza de té y un montón de cartas sobre una bandeja antigua china de
Sèvres. Remedios descorrió las cortinas de raso color lavanda, forradas en lino
blanco, que colgaban del ventanal.
‒¿Qué
hora es?‒preguntó Felicitas.
‒La
una.
‒¡Qué
tarde!
Por
el pasillo, el criado se encontró, de repente, con el capataz que le preguntó
por Felicitas. Se lo notaba angustiado, visiblemente pálido.
“Qué
hace aquí Antonio”, pensó Jeremías.
Felicitas,
mientras tanto, comenzó a abrir las cartas. Contenían las cosas de costumbre
que tanto entusiasmaban a doña Emma: tarjetas, invitaciones a tertulias,
programas de conciertos, notas corteses de algunos amigos de Bernardino y una
misiva que parecía aterciopelada de Raúl, el hijo de don Simón. La abrió y comenzó
a leerla… Su cara dibujaba una sonrisa. Desde la puerta, entre las sombras,
detrás de un biombo de cuero bordado estilo Luis XIV, el capataz la miraba con
atrevimiento.
De
pronto, el reloj dio dos campanadas y Antonio, por el susto, huyó… En realidad,
doña Emma, en su paso errante por la casa, lo alcanzó a ver salir
apresuradamente por la puerta de la cocina.
‒Remedios
tendrá que rendir cuentas. ¿Qué significa esto? El capataz entra a la estancia
como si fuera de la familia. Estas niñas ya no tienen respeto por los patrones.
Doña
Emma cerró las puertas. Para ella era un signo de la ruina a la que algunos
hombres conducen sus almas. Pierden la educación y las mujeres la dignidad.
‒No
quiero ver a Antonio por acá. ¡Me oyes!‒le gritó a Remedios que la miraba con
asombro y con el delantal a medio camino.
‒¿Vino
Antonio?
‒No
te hagas la mosquita muerta que yo lo
vi cómo escapaba entre las sombras.
Es
que nadie se había dado cuenta de que algunas tardes un rostro de hombre
aparecía tras los cristales de la sala; era curtido y de pelo oscuro. Parecía
un sepulturero o el sacristán de la iglesia.
‒Hay
que sembrar las patatas‒dijo Atilio.
‒La
huerta ya está lista‒contestó Bernardino con cierta tristeza.
‒¿Qué
te ocurre?
‒Me
siento un poco aburrido por la rutina; los días pasan como soldados ciegos y
torpes. Parezco un viejecito de ochenta años que ya no espera nada de la vida.
‒Hermanito,
necesitas un amor. ¿Qué les pasa a todos? Me quieren dejar solo. Tal vez, no te
vendría mal alguna chica de vida fácil para pasar el rato.
‒¡Eso
nunca!
‒Bueno,
no te enojes. Sé que eres muy formal. Ya encontraremos a una bella dama‒contestó
Atilio con cierta ironía, como riéndose de su hermano‒. Perdona. ¡Cuánto trabajo
por hacer en la estancia y a mí que me gustan las relaciones sociales!‒bromeó.
Remedios
fue a buscar a Antonio a las caballerizas. Él era un hombre del que cualquier mujer podría llegar a enamorarse.
Era apasionado y hablaba con demasiada convicción de aquello en lo que creía.
No era muy alto, más bien flaco, de hombros anchos; de piel morena y pelo
negro. Usaba barba recortada. Lo que más impactaba eran sus ojos oscuros:
expresaban indiferencia y calidez al mismo tiempo.
‒Dice
doña Emma que entraste a hablar conmigo a la casa. ¿Por qué no me avisaste que
ibas a ir? Nos hubiésemos encontrado en otro lugar; a los patrones no les gusta
que los sirvientes traten sus asuntos en los alrededores de La Candelaria.
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Interesante este fragmento de tu novela, me ha gustado leerte.Besicos
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