Con dignidad
Muchos podían imaginar a qué se debía la mirada ausente de don Juan. En su silla de paja rota, sentado como al descuido, con apatía, observaba el camino donde seguramente en un rato llegaría alguna carreta. Su esposa criaba gallinas y vendía los huevos en el pueblo. A veces, guardaba ese poco dinero que le quedaba debajo de los carros, en la tierra, para que nadie se lo quitara... Cerca del cañaveral había un par de vacas, algunos patos y un burro.
Para don Juan no existían los sábados y los domingos, tampoco la Navidad y el Año Nuevo. Él trabajaba todo el día en el campo porque amaba ese pequeño mundo que había heredado de sus abuelos inmigrantes. Eran muy pocas hectáreas en medio de una casa modesta pintada con cal. Cuando llegaban los tiempos de cosecha, don Juan se volvía más callado. Sufría mucho. Es que sabía lo que iba a ocurrir...
Por el camino, cargado de polvo, se acercaban algunas personas enviadas por el gobierno de turno. Se llevaban bolsas de trigo para los necesitados. Don Juan, sin decir una palabra, con las manos en los bolsillos, los veía alejarse y la angustia le oprimía el pecho. Lo poco que le quedaba no le alcanzaba para vivir y para comprar semillas para volver a sembrar el año próximo y entonces se endeudaba.
¿Y si el granizo le destruía los sembrados? Se endeudaba el doble.
¿Quién era el necesitado?
El humilde que en vez de buscar otro empleo esperaba el regalo o el que dejaba su vida de la mañana a la noche mientras otros lo despojaban de la mitad de su digno trabajo.
Don Juan pasó a ser, con los años, el abuelito con las mismas alpargatas rotas, la silla de paja y el corazón triste, disperso, silencioso... el que un día, por fin, dijo BASTA.
L.Fraix