Querida Rosaura (Cap II, 1era parte)
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Querida Rosaura---Luján Fraix
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Luján Fraix
Luján Fraix
a la/s
diciembre 07, 2019
Rosaura guardó el barquito de papel
que le regaló el tío Agustín en una revista de Magdalena sobre plantas,
cultivos y semillas. “A los arbustos rosáceos de tallos ramosos,
con aguijones, hojas compuestas y flores terminales se los llama rosales”,
decía un artículo que la niña observaba detenidamente mirando las imágenes
porque no sabía leer. Es que recién había cumplido tres años. Ella se escapaba
hacia el patio trasero para escuchar cómo el tío Agustín tocaba el acordeón
sentado en una silla de tres patas; allí también se acurrucaba contra la pared,
en el piso, vestido de marinerito con un gato en los brazos, su hermano Juan
José de siete años. El niño, silencioso, atrapaba la melodía con un gesto de
vergüenza que lo empapaba de ternura.
El tío Agustín era obrero de la
música pues parecía no tener empleo alguno, sólo criaba cerdos con postura de
capataz en los fondos mientras hacía el inventario de sus bienes y efectos,
pero lo que más le gustaba era el arte y los instrumentos de viento. Sin duda,
era un bohemio escapado de alguna galera de mago. Una imagen insepulta de
payador.
Rosaura tenía un triciclo deslucido
que había heredado de alguien. Por las noches se paseaba por la vereda de
ladrillos, sola en la oscuridad, y se detenía a mirar el cielo. La Cruz del Sur
parecía suspendida sobre los campos. Magdalena le había contado, con sueños de
evangelización, que cada una de las
estrellas que brillaban era una persona que había fallecido, que se hallaban en
una especie de faja de luz blanca y difusa que atravesaba casi toda la esfera
celeste, de Norte a Sur, y que nos miraban, tal vez, con los ojos vidriosos y
el alma carente de afecto. Eran astros con vida que sentían el peso del llanto
en la vastedad del tiempo.
La niña rubia quería saber cómo los espíritus huían de los cuerpos y
podían ascender a grandes alturas sólo para observar los pasos de los seres
amados. Ella no entendía de religiones pero llevaba una medallita muy pequeña
de la Virgen
de Luján. La estampa la acercaba al secreto de la fe con una ilusión casi
desgarradora.
-¡Rosaura ven acá!-le gritaba
Magdalena.
-Trátala con más dulzura, no ves que
es pequeña.-le contestaba Juan con un hilo de voz.
Juan José era muy apegado a su
madre, aunque parecía algo díscolo como
Juan. Casi no hablaba y se iba al campo a cazar palomas y liebres; en los
terrenos lindantes, frente a los cercos de cinacina, pastaban las vacas y él
las observaba, pero esos animales le producían pensamientos melancólicos. Tal
vez, estaba celoso de Rosaura porque atraía toda la atención; sin embargo,
Magdalena no la protegía tanto. Seguramente, la amaba pero se mostraba distante
con la niña que no pedía nada porque, con sus tres años, ya se daba cuenta de
que no debía esperar mucho de su madre. La veía obsesionada, como si arañara
una ilusión con perfume a incienso y a hojas de retamas.
Magdalena ejercía la autoridad
moral y no escuchaba consejos porque se sentía superior; era una persona
omnipotente que creía que todo lo hacía bien y despertaba rencores en los
demás. Era dispersa, nerviosa, fría… Su familia la consideraba demasiado
autoritaria; en definitiva, era como su padre José Shalli. Lo que nadie podía
explicar era el hecho de haberse casado con un hombre manso y sin doctrinas.
Juan vivía fracturado por la obligación y la timidez, con un destino indisoluble.
-Voy a hacer un guiso de lentejas
con panceta y morcillas.
-¡Otra vez!
-Déjame en paz.
-El médico te dijo que trates de
comer liviano por el hígado-comentó Juan cansado de las descomposturas de
Magdalena.
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