Querida Rosaura (Cap I, 5ta parte)
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Querida Rosaura---Luján Fraix
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Luján Fraix
Luján Fraix
a la/s
diciembre 04, 2019
A Juan lo encontró su hermano
Bernardo que venía cortando camino por el medio del campo con cinco perros y
una rama que utilizaba para abrir paso entre los sembrados. El hombre era un
verdadero baquiano que conocía a la perfección las leguas de llanura, bosques y
cultivos. Lo encontró tapado con un poncho.
-A la soja se la están comiendo los
bichos.-dijo removiendo la tierra que parecía polvo fino.
-Y bueno…
-No llueve; el año pasado para esta
época ya habían caído noventa milímetros.
-Y bueno…-volvió a decir Juan
totalmente ausente, sin ganas de hablar de nada.
El aire parecía dormido en esa
temporada de sequía que amenazaba a los animales a la postración completa; estaban
flacos y desmejorados. El estío venusto gritaba su porfía.
Bernardo no se daba cuenta de los
conflictos interiores de su hermano porque él era distinto; le importaban las
historias de mujeres pero no tenía con quien abordar esos temas, también le
interesaba el campo, guardar el dinero de las cosechas y no gastarlo en nada. Soñaba
con las pepitas de oro que algunos conquistadores encontraban en los arenales. Vivía
al límite de la indigencia total. Bernardo era de esos campesinos que cuando
morían, de viejos y enfermos, dejaban fortunas debajo de los colchones, detrás
de los mosaicos, bajo las raíces de algún árbol… Billetes que, obviamente, ya
no servían y que nadie los encontraba hasta después de diez o quince años. Era
un hombre subterráneo, de huesos amarillos, que actuaba como un juez frente a
la presencia de la inseguridad. Parecía saberlo todo debajo de esa figura
sellada por la rigidez de sus palabras.
Juan no se parecía mucho a él; sin
embargo, había algo que los unía: el amor por la tierra, arañar el surco hasta
quedarse rendido, no alejarse jamás de su predio ni para ir de vacaciones. Ese
tema no se tocaba en la familia. Tenían que vivir para el campo, revisando
papeles y haciendo cálculos de la mañana a la noche, con el lápiz detrás de la
oreja intentando buscar el disfrute en un mate y en un buen asado. Ellos
flotaban entre las raíces y el lodo, tratando de desmembrar la sabiduría que
los devoraba como un monstruo porque sabían manejar los espacios.
Los chacareros no se quejaban
porque estaban acostumbrados a una existencia sin sorpresas, igual cada jornada. Debían
esculpir bajo ese semillero de la nada una posición sólida. Para los demás, eran esclavos de la propiedad
a la que le debían respeto y cuidados diarios, sin feriados ni fiestas
navideñas. Nadie les simplificaba las cosas y el gobierno los torturaba, desde
tiempos inmemoriales, con impuestos que no justificaban las ganancias. Pero
igual era inútil rivalizar con ellos porque se aferraban al suelo que los vio
nacer, con las garras propias de quien está dispuesto a dar la vida por lo que
ama, a morir de hambre por defender el honor y a venerar la sangre de los
ancestros.
Magdalena y Juan luchaban de igual
manera por un lugar que estaban construyendo con el esfuerzo y la disciplina de
ella y con la tranquilidad de él que entendía, en el fondo, el verdadero
concepto de una realidad que podía modificarse. Tal vez, no sabía cómo hacerlo
y por eso se abandonaba a la desesperanza. Sólo Juan decidía si quería
contestar esos interrogantes. Para él, la atmósfera le pedía un luto cubierto por una estela de humo que lo
adormecía, bajo esa hojarasca de los hados, dejando sus sentidos embriagados.
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