Los siete dones

 


Bernarda se hallaba entre las matas del patio tratando de podar un pequeño arbusto que le tapaba los alelíes. Había plantado, por orden de doña Dolores, todo tipo de flores contra el muro para cubrirlo y poder tener una vista colorida en primavera.

Milagros, apesadumbrada por la pelea con su madre, se sentó en la galería con una taza en las manos y se puso a observar los movimientos de Bernarda.

El día estaba gris. Milagros había pensado en volver al campo, pero era muy pronto. La discusión con su madre frenaba un poco el deseo de salir corriendo a buscar a Julián. Pensaba hacerlo por las calles de Buenos Aires, frente a la casa de los Guerrero o frente a la iglesia. En algún lugar debía estar nuevamente pidiendo limosnas, como un mendigo cansado que no tenía porvenir, ni sueños.

La lluvia comenzó a caer, despacio, melancólica, con el mismo ritmo y su olor a tierra, invadiendo los sentidos y buscando donde dormirse para soñar despierta con lo imposible.

−¡Llueve, Bernarda! –le gritó.

−Bajo el laurel no me mojo.

−Eres porfiada. Deja eso para mañana.

Bernarda parecía un trasto viejo con el delantal alborotado y la pollera recogida en un nudo lateral para que no le molestase mientras se ocupaba de las plantas de doña Dolores.

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LOS SIETE DONES
Ella eligió perdonar...
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LA SOBERBIA DE LOS OTROS LE ROBÓ LA INOCENCIA.


Desde muy pequeña Milagros Correa Viale frecuentaba las mansiones de los acaudalados estancieros y hombres de negocios de la antigua Buenos Aires de 1870. Siempre acompañada por su padre: el militar Aurelio Correa Viale, hombre autoritario y rígido que no dejaba treguas o espacios libres a las damas de la familia.

Milagros presenció los acuerdos matrimoniales de muchachas con caballeros maduros, como el caso de Felicitas Guerrero: su breve relación, la muerte de sus hijos, y su trágico final.
Felicitas, considerada la mujer más bella de la Argentina.

En esa jaula, Milagros intento resistir…
Luchó por lo que consideraba correcto: sus ideales, la rebeldía, el deseo de ayudar a Julián, un vagabundo, y de clamar por la justicia para ella y para los demás. Así arriesgó hasta lo que no tenía por la libertad, mientras otros, extraños o no, la humillaban y se encargaban de colocar las cosas en su lugar.

La vida la sorprendió y tuvo que esconderse en los claustros del templo de San Andrés. Con ese presente, enfrentó a la sociedad de la época. Ser libre era su prioridad.

¿Quién tuvo el coraje para enfrentar a don Aurelio Correa Viale, el poderoso militar?
¿Era el mismo sorprendió a Milagros aquella tarde en “Las Acacias”?

A veces, el enemigo es quien te muestra la mejor sonrisa.