Tierras perdidas
Seguramente, Magdalena y Agustín
tendrían que ayudarlas a mantener los capitales porque eran muy ineptas para
lidiar con los chacareros bruscos y sobre todo “hombres” que, según ellas,
querían conquistarlas. Ése era el dilema más atroz: transitar entre las matas
de pasto, reconocer cada una de las hectáreas, saber administrar el dinero con
el pudor y el aislamiento que sentían frente a la desprotección. Un padre
demasiado posesivo las había convertido en niñas perpetuas, sin experiencia,
sin interés por las cuestiones rurales, frívolas y poco sentimentales. Lo
cierto era que no tenían a quién darle órdenes y entonces se refugiaban en los
cuartos para mirar las historias. Era como si la muerte de los padres las
hubiera sumergido en un letargo donde el sello más importante lo ponía la
opinión de los demás. Cada palabra era una nueva conquista de lo inútil; el
capricho también resultaba inagotable.
-Deben buscar los papeles para
comenzar a hacer la sucesión que va a llevar tiempo y dinero -les dijo Agustín
al verlas tan apáticas.
Las hermanas no sabían cómo se
encaraba una sucesión, qué era, con quién tenían que hablar…
-Ve tú con esos problemas, nosotras
tenemos que rezar nuestros rosarios e ir al cementerio. Papá debe estar
enojado…
-¡Por Dios! Asomen la cabeza al
mundo que se les va a venir encima. Es obligación hacer la papelería para que
cada uno tenga lo suyo.