Tierras perdidas

 


Seguramente, Magdalena y Agustín tendrían que ayudarlas a mantener los capitales porque eran muy ineptas para lidiar con los chacareros bruscos y sobre todo “hombres” que, según ellas, querían conquistarlas. Ése era el dilema más atroz: transitar entre las matas de pasto, reconocer cada una de las hectáreas, saber administrar el dinero con el pudor y el aislamiento que sentían frente a la desprotección. Un padre demasiado posesivo las había convertido en niñas perpetuas, sin experiencia, sin interés por las cuestiones rurales, frívolas y poco sentimentales. Lo cierto era que no tenían a quién darle órdenes y entonces se refugiaban en los cuartos para mirar las historias. Era como si la muerte de los padres las hubiera sumergido en un letargo donde el sello más importante lo ponía la opinión de los demás. Cada palabra era una nueva conquista de lo inútil; el capricho también resultaba inagotable.

-Deben buscar los papeles para comenzar a hacer la sucesión que va a llevar tiempo y dinero -les dijo Agustín al verlas tan apáticas.

Las hermanas no sabían cómo se encaraba una sucesión, qué era, con quién tenían que hablar…

-Ve tú con esos problemas, nosotras tenemos que rezar nuestros rosarios e ir al cementerio. Papá debe estar enojado…

-¡Por Dios! Asomen la cabeza al mundo que se les va a venir encima. Es obligación hacer la papelería para que cada uno tenga lo suyo.

-Eso es lo que tú quieres, quitarnos lo que es nuestro -dijo Catalina que se paseaba en enaguas con un vaso de agua con limón.
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QUERIDA ROSAURA
¿Cuánto dura el amor?
La eternidad
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