La nodriza esclava
Catalina de Aragón subió a un carruaje; iba vestida con un traje de armiño, regalo de Enrique. Ya tenía más de treinta años y su aspecto, tan bello en su juventud, dejaba traslucir el sufrimiento de una vida castigada por el infortunio. A pesar de eso, seguía siendo la soberana culta y digna, la humanista ferviente y la religiosa que dedicaba su tiempo a hacer caridad con los necesitados.
Isabel Law la quería muchísimo y sospechaba que esa bondadosa mujer iba a ser humillada una vez más. Cuando la vio partir, se marchó por el pasillo espejado de estatuas y cuadros de Sandro Boticcelli hasta el ventanal que daba a la parte frontal de la residencia. Isabel miró el paisaje, las casas de ladrillo de fachadas altas y estrechas que se conservaban desde hacía siglos. Siguió su camino sin importarle la magnificencia del lugar y el respeto que debía tener pues, a menudo, se notaba su impertinencia. Cuando pasó frente a una de las habitaciones de las damas, escuchó ruidos y vio que la puerta estaba entreabierta. Se aproximó… Enrique VIII estaba rendido ante los encantos de una de las señoritas de la corte de pelo oscuro y mirar de lince.
Era la primavera de 1526, el rey se enamoró de Ana Bolena y de sus ojos negros.