Junio
COM
ALUEN. La colonización de la Patagonia argentina. Los indios tehuelches.
Aluen,
en la iglesia, caminaba de un lado a otro con Timo en los brazos. Lo apretujaba
tanto al pobre gato que la terminó mordiendo. Igual era amor del bueno. Pedro
estaba por regresar para llevarla a la casa que había comprado. Ella no
quería irse de la parroquia, le parecía que volvería el niño de un momento para
el otro y quería estar presente. Alejarse de allí era como abandonarlo. Lo
sentía así. No tenía consuelo. El padre Hilario se hallaba dando la misa de las
seis de la tarde.
En
el sermón habló de la dignidad y del respeto que los hombres de bien le deben a
la mujer: madre, esposa, hermana… Aluen lo escuchó y un escalofrío le recorrió
el cuerpo pensando en Leiva y sus abusos. Esos atropellos le habían dejado
huellas profundas que se transformaban en traumas y en situaciones no
resueltas. Igual no era momento para pensar en violaciones a la condición
humana sino en recuperar a su hijo que estaría sufriendo lejos de ella.
“Un
brujo”, pensó.
Se
sentó en el camastro y miró el horizonte por el ventanuco: la Patagonia agreste
y solitaria en contra del viento, y en otras latitudes el llanto de aquellos
que tenían que padecer las carencias, los quebrantos, la usurpación y el
desprecio. Los grandes espacios, esos
que traían aire a los pulmones, la llenaban de vida y por eso en los momentos
duros solía escapar sin rumbo fijo para caer en cualquier sitio sin miedo y con
resignación. Esa misma resignación que le cambiaba la cabeza, las ideas y hasta
los sentimientos.
Enrique VIII y sus esposas
"No pido riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y un camino a mis pies" Robert Louis Stevenson

Los siete dones
Bernarda se hallaba entre las matas del patio
tratando de podar un pequeño arbusto que le tapaba los alelíes. Había plantado,
por orden de doña Dolores, todo tipo de flores contra el muro para cubrirlo y
poder tener una vista colorida en primavera.
Milagros, apesadumbrada por la pelea con su
madre, se sentó en la galería con una taza en las manos y se puso a observar
los movimientos de Bernarda.
El día estaba gris. Milagros había pensado en
volver al campo, pero era muy pronto. La discusión con su madre frenaba un poco
el deseo de salir corriendo a buscar a Julián. Pensaba hacerlo por las calles
de Buenos Aires, frente a la casa de los Guerrero o frente a la iglesia. En
algún lugar debía estar nuevamente pidiendo limosnas, como un mendigo cansado
que no tenía porvenir, ni sueños.
La lluvia comenzó a caer, despacio,
melancólica, con el mismo ritmo y su olor a tierra, invadiendo los sentidos y
buscando donde dormirse para soñar despierta con lo imposible.
−¡Llueve, Bernarda! –le gritó.
−Bajo el laurel no me mojo.
−Eres porfiada. Deja eso para mañana.
Bernarda parecía un trasto viejo con el
delantal alborotado y la pollera recogida en un nudo lateral para que no le
molestase mientras se ocupaba de las plantas de doña Dolores.
Licia. Hermana mía
Rosalie,
madre de Celine, era una mujer simple que entendía cuáles eran sus deberes de
esposa y de progenitora. Se preocupaba por sus hijos, especialmente por la
pequeña que siempre buscaba refugio como un pájaro herido bajo sus alas. Ella
dejaba escapar su corazón para que se perdiera como el humo entre la espesura
de las alamedas. Era consciente de su dispersión porque algo la preocupaba: su
embarazo. Aquellos nueve meses de espera fueron confusos porque se sentía
extremadamente frágil y extraña como si un batallón de vidas le estuviera
bebiendo su sangre. El peso del cuerpo le perforaba el alma y no podía entender
a qué se debía tanto desconcierto. Su cabeza, pesada, solía vaciarse de
entendimiento y cuando reaccionaba escuchaba voces de niñas que la arrullaban
igual que palomas azucaradas. Luego oía que corrían y saltaban felices en un
jardín alpino, rodeadas de placeres y de dicha. Un sueño que la despojaba de
razonamientos lógicos. ¿Eran alucinaciones febriles? No lo sabía.
Su
realidad era Celine, la niña buena que la miraba incrédula desde su cama de
hierro con demasiada curiosidad o con el propósito de reprenderla. La pequeña
ya sabía lo que su madre pensaba y lo atesoraba en su memoria para después…
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Corazones rojos
Las enfermeras cerraron la puerta y el silencio se volvió grito de amor y renuncia. Ella, envuelta en un manto de nubes copiosas y propensas a la lluvia, abrió los ojos. Miró la puerta, el techo, la ventana cerrada que parecía una cárcel con sus barrotes negros o una tumba sin flores. No reconocía el lugar. Quiso mover una mano, pero la sentía débil como sus brazos y piernas. La cama, ese pequeño rectángulo, aprisionaba sus huesos y tenía la triste sensación de que se hallaba en un ataúd de madera de paraíso, lejos del mundo y de la vida, cautiva del mutismo más aterrador y de la soledad sin retornos.
Pensó que eso era la muerte y se desilusionó…
No la imaginaba así sino como algo bello por donde se podría deslizar su cuerpo liviano y etéreo, un pájaro de alas enormes que se enfrentaba al viento y a las borrascas, que podía desafiar a una naturaleza enemiga y a los sueños más deseados. Ver a otros seres en la infinitud, rozarlos con la punta de los dedos o abrazarlos con la energía de las llamas: madre, padre, tíos, hermanos… ¿hijos?
Los días semejantes. Por los caminos de agua...
Caminos
de agua
Magia en los
cuencos
de la noche,
cuando la luna
entre monosílabos
muestra sus ojos invisibles
y vuelve
en un sol religioso,
con pétalos del trópico,
a elegir
su camino de espejos
entre sus pétalos dormidos.
**
La niña de tus ojos
Amelie agitaba sus manitas con la intención de
juntar el sol entre sus dedos. Cada día estaba más bella y se parecía a su
progenitora: una mujer especial, sufrida, transparente, como una hoja de papel.
Rebeca imaginaba que aquellos ojos grises la miraban desde algún lugar y la
hacían sentir una ladrona, alguien que había sido despiadada. Era una sensación
espantosa que ella misma se encargaba de disipar porque en verdad así no habían
sido los hechos, pero…
¿Quién es la
persona que puede someter a juicio a un condenado? No existe.
Rebeca sabía que había hecho lo único que, en ese
momento tan drástico, era posible. Renunciar a Amelie era como negar la vida. Ella
la tomó así como Dios se la daba: despojada, libre, pura y misericordiosa.
‒¡Ya llegamos a casa!‒gritó eufórico el tío Arthur.
"Un verdadero espíritu de rebeldía es aquel que busca la felicidad en esta vida" Henrik Johan Ibsen
En medio de la noche, Felicitas creyó oír la voz de
un moribundo. Se envolvió con una cofia, especie de ropón con capucha, y quiso
salir del cuarto. Una luz que pasaba por las rendijas de su puerta le dio
temor, pero se tranquilizó al escuchar los pasos de Bernardino y su voz que se
mezclaba a lo lejos con el relincho de los caballos. Bajó los escalones y salió
a la oscuridad. Necesitaba hablar con Antonio. La puerta estaba abierta, la
empujó. El capataz dormía con la cabeza inclinada sobre una butaca; su mano
había dejado caer la pluma y un papel.
“Debe estar cansado, pensó.
El papel decía: Querida…
Su corazón palpitó y sus pies se clavaron en el suelo pero al mismo tiempo le
pareció mejor dejarlo dormir. La horrible realidad no debía perturbarlo porque
era sólo de ella. Huyó por el jardín al oír unos pasos. Sentía los efectos de
un profundo dolor y de aquello que nos hace creer que los pensamientos están
grabados en la frente. Al darse cuenta, por fin, de la fría desnudez de su
casa, Felicitas se sintió pobre. El rancho de Antonio tenía lo que le faltaba a
cada ladrillo de su lujosa estancia.
La joven había temblado cerca de él, apenas pudo
tenerse sobre sus piernas cuando llegó a aquel cuarto.
**
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La Trama del Adiós.

Se
fue para el cuarto de servicio para tratar de descansar la mente pues esos
demonios interiores estaban siempre alertando los silencios y tenían voz y
formas inquietantes. En el sueño, vio a la mujer de las botitas blancas y sus
ojos llenos de lágrimas. No la conocía pero algo de ella le llegaba al corazón.
Tal vez estaba muerta. Él le dijo:
−No
debes querer a nadie que va a morir pronto.
−El tiempo nos quita muchas cosas y cuando
más amamos, más perdemos. Tenemos que renunciar para ser libres, morir para que
otro tenga vida −le contestó ella como desdibujada por un velo.
Salvador
se despertó bruscamente y, con melancolía, miró la hora. El mundo para él era
gris, y pronto llovería sobre su cuerpo. Lo sabía. Se hallaba a la intemperie.
A
la mañana, Dolores le comentó que quería poner un negocio porque tenía la
necesidad de hacer algo: estaba aburrida.
−No
seas egoísta, te pido por favor. Nunca me apoyas en nada porque piensas que soy
una inútil. ¿Hasta cuándo me vas a boicotear las ideas?
−Nada,
mujer, está bien.
−¡Magnífico!
Tenerla
lejos era lo mejor que le podía pasar a Salvador; aunque sentía que ella lo
manipulaba no podía hacer otra cosa. No quería discutir más. La vida a fuerza
de golpes le había enseñado mucho, cada cual tenía su propia idea de la moral y
de lo que impone la sociedad.
*
Tierras perdidas
Seguramente, Magdalena y Agustín
tendrían que ayudarlas a mantener los capitales porque eran muy ineptas para
lidiar con los chacareros bruscos y sobre todo “hombres” que, según ellas,
querían conquistarlas. Ése era el dilema más atroz: transitar entre las matas
de pasto, reconocer cada una de las hectáreas, saber administrar el dinero con
el pudor y el aislamiento que sentían frente a la desprotección. Un padre
demasiado posesivo las había convertido en niñas perpetuas, sin experiencia,
sin interés por las cuestiones rurales, frívolas y poco sentimentales. Lo
cierto era que no tenían a quién darle órdenes y entonces se refugiaban en los
cuartos para mirar las historias. Era como si la muerte de los padres las
hubiera sumergido en un letargo donde el sello más importante lo ponía la
opinión de los demás. Cada palabra era una nueva conquista de lo inútil; el
capricho también resultaba inagotable.
-Deben buscar los papeles para
comenzar a hacer la sucesión que va a llevar tiempo y dinero -les dijo Agustín
al verlas tan apáticas.
Las hermanas no sabían cómo se
encaraba una sucesión, qué era, con quién tenían que hablar…
-Ve tú con esos problemas, nosotras
tenemos que rezar nuestros rosarios e ir al cementerio. Papá debe estar
enojado…
-¡Por Dios! Asomen la cabeza al
mundo que se les va a venir encima. Es obligación hacer la papelería para que
cada uno tenga lo suyo.
Los ángeles azules
−Para
el que sufre no existen los tiempos. Puede ser verano o invierno, noche o día;
el dolor cala hondo cada trozo de piel y hay que disfrazarse −sabes−, colocarse
el traje de luces como los payasos y reír con lágrimas hasta que el cuerpo no pueda más. Luego te vas a dormir y peleas con las sábanas, cuentas ovejas, para un
lado y para el otro. La mente teje y desteje. Rezas una oración, le hablas al
ser amado, le pides ayuda, y crees ver una luz que se mueve, una respuesta.
Sólo crees y eso alimenta tu deseo de levantarte al otro día para vestirte con
el mismo traje. Caminas pasos agigantados entre la melancolía y la desconfianza,
te entregas a los demás porque quieres que sean felices, pero nadie piensa en
ti y en la cruz que cargas. Nadie te pregunta si necesitas algo o si estás bien
porque te ven fuerte, omnipotente, con la vida solucionada. ¿Qué más puedes
pedir si lo tienes todo? Se olvidan. Prefieren ir por el camino más corto, se
alejan si te ven triste. Tú, solamente tú, eres dueño de tus silencios y de las
lágrimas que derramas en soledad. Afuera está la vida que con su frivolidad es
sorda y ciega ante los necesitados. Mejor no hablar porque hay que ser valiente
para quedarse solo, como mi hermano que no se guarda nada y culpa al resto de
su infortunio. A él no le importa, pero a mí sí y es por eso que nunca me vas a
ver débil y quejándome de mis dolores, ni físicos ni de los otros. Nadie tiene
la culpa de los vacíos existenciales y de las tragedias, nosotros vamos
marcando, con nuestros pasos, el destino que es matemático y exacto.
*
"No vemos a los ángeles; pero en las avenidas oscuras de la angustia se acercan y nos llaman. Se parecen a ellos las personas queridas y no son sino ángeles los seres que nos aman" Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)
*
Los días semejantes. Por los caminos de agua...
MI PADRE, TU
PADRE
¿CÓMO ENFRENTAR
UNA SITUACIÓN LÍMITE?
Historia
basada en hechos reales.
La
autora narra a manera de ficción el caso
de Juliane Margaret Beate Koepcke, una
joven que viajaba en un avión desde Lima a Pucallpa, en Perú, el 24 de
diciembre de 1971 y que, por una tormenta, cae en la selva del Amazonas. Ella
sobrevive y lucha por salir de esa jungla enemiga por sus propios medios.
A
partir de esa conmovedora experiencia de vida, cuenta otra historia con el
mismo eje central y distintos personajes que van sumando sensaciones, enigmas,
sentimientos encontrados, sueños y esperanzas.
La
lucha por la vida por encima de todo y el amor por la vocación unen a dos
mujeres inolvidables en un viaje impredecible, donde son víctimas del egoísmo, de la cobardía, de la
irracionalidad y del amor posesivo de sus respectivos padres que sufren las
pérdidas con lo que eso implica: uno pasivo, el otro activo y una tía que se
sobrepone a los vacíos para ayudar, para estar en los momentos difíciles y para
sanar los cuerpos y las almas de quienes quedaron de este lado del camino.
Dos
familias, una vida, el doble proceso de interpretación del mundo a través de la
exaltación de los deseos, las alegrías, los misterios, la traición y la muerte
como espejo frente a la realidad de estas jóvenes con un destino marcado.
Aparecen
las diferencias de clases y los desajustes emocionales tendientes a la
reflexión y al examen de los principios buscando la claridad sobre sí misma.
¿Hanna
pudo escapar de la selva amazónica ilesa?
¿Y
aquellas voces? ¿Eran las ánimas que desde tiempos pretéritos habitaban los
senderos enemigos o eran los sobrevivientes que pedían ayuda desesperados?
Se
necesita coraje para volar alto, con la vida entre las manos y la muerte en la
espalda. El río, sus mensajes, esos caminos de agua, los espíritus y las
creencias.
Siempre
hay un atajo por donde caminan los ángeles.
**
El gato negro
El cura salió corriendo como si hubiera visto al mismo Satanás. Letizia se levantó despacio de la mecedora con el crucifijo, recogió el gato que dormitaba a sus pies y se recluyó en las oscuridades. ¿Qué había visto o escuchado el religioso que lo llevó a huir de esa manera? Tal vez, conocimientos paranormales, la metamorfosis de una mujer simple o la locura; quizá la habría reconocido, pero nadie sabía de su ríspido itinerario ni siquiera ella misma porque era una persona sin pasado.
Los inquilinos desconfiaban de sus actitudes pero la respetaban porque así lo quería Socorro que era la dueña.
-¿Sabe de dónde viene?
-No importa, déjala en paz porque no molesta a nadie.
-Es que parece un ánima; usted le vio los ojos hundidos y fijos, la piel alba y su cuerpo anémico.
-Mujer, no es un muerto.
-Pues… se parece mucho, señora.
Socorro por primera vez sintió un temblor en sus piernas que la hizo apoyarse en la columna del alero.
-Lleva un gato negro, ¿la vio?
-Ese gato es de Manuel, el vecino de enfrente que lo maltrata entonces el pobre animal viene a buscar refugio y comida a la pensión. No me hagas asustar, mujer, que no soy de hierro.
-Yo que usted averiguaría, no dormiría de noche, llevaría un fusil, llamaría a algún exorcista, rociaría con agua bendita los rincones…
-¡Basta ve a hacer los trabajos!
Socorro se hallaba fuera de sí; trataba de no escuchar los comentarios de su amiga pero, en el fondo, sentía cierto escozor cada vez que la miraba a Letizia moverse por el cuarto o atender a los ingenuos que se acercaban a pedir medicinas para sus males.
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La nodriza esclava
Catalina de Aragón subió a un carruaje; iba vestida con un traje de armiño, regalo de Enrique. Ya tenía más de treinta años y su aspecto, tan bello en su juventud, dejaba traslucir el sufrimiento de una vida castigada por el infortunio. A pesar de eso, seguía siendo la soberana culta y digna, la humanista ferviente y la religiosa que dedicaba su tiempo a hacer caridad con los necesitados.
Isabel Law la quería muchísimo y sospechaba que esa bondadosa mujer iba a ser humillada una vez más. Cuando la vio partir, se marchó por el pasillo espejado de estatuas y cuadros de Sandro Boticcelli hasta el ventanal que daba a la parte frontal de la residencia. Isabel miró el paisaje, las casas de ladrillo de fachadas altas y estrechas que se conservaban desde hacía siglos. Siguió su camino sin importarle la magnificencia del lugar y el respeto que debía tener pues, a menudo, se notaba su impertinencia. Cuando pasó frente a una de las habitaciones de las damas, escuchó ruidos y vio que la puerta estaba entreabierta. Se aproximó… Enrique VIII estaba rendido ante los encantos de una de las señoritas de la corte de pelo oscuro y mirar de lince.
Era la primavera de 1526, el rey se enamoró de Ana Bolena y de sus ojos negros.